Abrir ventanas, cerrar ojos

Salí de la estación y me acerqué al hospital a ver al hombre. Seguía mirando la tele
–imagino que no lo hacía ininterrumpidamente desde el día anterior, pero estaba en la misma postura–, y en el momento en que entraba por la puerta desviaba la vista al reloj de pared con tristeza.

–No aguanto más esta mierda –dijo sin saludar.

–No es eso lo que decías ayer –contesté sentándome en el sillón de acompañantes y echando un rápido vistazo al cuarto. La persiana estaba cerrada por completo y la penumbra del interior contrastaba con el agradable día soleado de la calle.

–Pero hoy es distinto –musitó.

–¿Por qué no dejas la luz pasar? –pregunté.

–Estoy acostumbrado a esto. Primero en prisión, luego en el metro… no estoy hecho para las ventanas, ¿sabes? Cuando uno está habituado a la penumbra, cualquier atisbo de luz le trastoca todos los planes. En la oscuridad se pueden abrir los ojos y estos se acostumbran y te dejan ver. Pero cuando una ventana se abre, te obliga a cerrarlos. Aunque no quieras, por más esfuerzo que hagas los párpados se entornan, ¿sabes? Puedes hacer la prueba, no estoy mintiendo. Y entonces, en ese instante, solo estás tú con tu mente y miras adentro. Y puede que no te guste lo que veas. Al final, uno abre una ventana para ver el exterior y lo primero que haya es su propio ser. La naturaleza no permite que aprecies su belleza mientras no estés cómodo con lo que tienes dentro.

–¿Y tú no estás cómodo?

–Yo no había mirado allí desde hacía años. Hasta ayer –respondió el hombre bebiendo un sorbo de agua.

–¿Qué cambió ayer? –pregunté.

–Que tú abriste una ventana –dijo. No lo entendí. Él continuó–. Desde el instante en que dijiste que tenías el dinero todo cambió. Si te digo la verdad, nunca me había planteado el momento como algo que sucedería en la vida real. Sí, en mi mente llegaba y era la hostia, pero eso es otra cosa. Hablo de vivirlo de verdad. No sé si alguna vez has sentido que eso, la sensación de que un momento que pensabas que nunca llegaría, al final llega; y entonces la prisa te espolea, porque piensas que ese momento que tanto has esperado puede no durar mucho. Y ni de coña quieres que se escape, ¿sabes? Y todo se precipita.