Adivina adivinanza…¿de qué objeto hablo?

 El detective Proust entró en la sala y presenció la escena del crimen. A simple vista no tenía mucho a donde agarrarse para resolver el caso, pero no tardó ni dos minutos en descubrir al asesino. 

Solo él tenía la capacidad de matar a un niño de cinco años sin dejar ni rastro. 

Se había servido de un tenedor como principal cómplice y de que el pequeño Peter lo había subestimado. 

Proust, dejando al niño a un lado, se acercó a él para empezar su interrogatorio silencioso, pudo entender su vulnerabilidad solo con mirarle a los ojos. Estaban mugrientos y se podía apreciar con toda claridad como habían sido maltratados y apuñalados sin piedad, solo con la finalidad de ayudar a quien no preguntaba. Nadie pensó en ningún momento si ese día le apetecía compartir toda esa energía que día sí y día también iluminaba las vidas de sus despiadados usuarios. 

Proust acercándole su cara le susurró en tono de despedida:

–Lo siento, querido amigo, pero no me dejas otra elección. 

Introdujo la mano en el bolsillo y sacó de él un objeto pequeño de plástico que emulaba, en miniatura, la cabeza de un toro y apuñaló sus ojos por última vez.