Al final del pasillo

Entré sintiéndome extremadamente colérico, con ganas de destrozarme los nudillos con la cara del primero que osara llevarme la contraria.

Hallé un interior atestado de agentes. 

Desde la puerta busqué a mi compañero; no vi a nadie conocido. 

Se había cometido un crimen, era consciente, y también de que mi obligación era encontrar al culpable. Sin embargo, no recordaba haber llegado a aquella casa infestada de policías agitados. Solo conseguía recapitular hasta toparme con su puerta, entretanto a mi espalda la prensa preguntaba a gritos y los vecinos husmeaban susurrantes. Nada antes de ese momento. 

Me percibía extraño, como si hubiera estado empinando el codo antes de aquel caos. Sin embrago, Sam Turner llevaba años sobrio.

Sí, solía despertarme en plena noche tras revivir traumáticas investigaciones, pero aquello resultaba demasiado auténtico como para creer que estaba sufriendo una pesadilla.

De pronto, el hervidero de agentes desapareció sumiéndome en una siniestra calma.

«¿Qué cojones está pasando aquí?»

Al fondo de un pasillo, atravesada por hilos de luz, una habitación parecía estar susurrándome al oído: «Ven, detective. Ven». 

Encaminé mis pasos hacia el lugar donde sospechaba que encontraría el cuerpo del delito. Al entrar vi los pies del esperado fiambre asomando por detrás de una mesa de color nogal. Apenas podía verle de rodillas hacia abajo. 

Caminé hacia el cuerpo, pero David, mi compañero, me sobresaltó al entrar, frenándome en seco. Le conocía bien: estaba preocupado. 

Pasó por mi lado sin ni siquiera dignarse a saludar, colocándose a los pies del difunto.

—¿Qué ocurre? —pregunté turbado—. ¿Conoces a la víctima?

Se quedó mirando al muerto unos segundos mientras yo no entendía por qué me ignoraba de aquella forma, y entonces advertí cómo de sus ojos ya hinchados salían lágrimas. Tras observar a la víctima alzó la vista sollozante, quedándose absorto en una de las paredes de la habitación. Su gesto me hizo ver algo que obvié al entrar: un mensaje escrito en sangre: «Dejad de perseguirme o seguiré matando maderos».

«Mierda.»

De súbito comprendí que estaba en mi casa, en mi cocina.

«No puede ser.»

Recorrí los cuatro pasos que me distanciaban de David y examiné el cuerpo. 

Me vi a mí mismo degollado, rodeado de sangre. 

Inspiré profundo por la nariz y expulsé el aire por la boca intentando ponderar lo imponderable.

«La muerte no es el final», pensé mientras los ojos de mi compañero exteriorizaban una lacerante culpa.