Aviones

Me da miedo volar. Sin embargo, no dejo de viajar por ello, sería estúpido. Si atravesamos áreas de turbulencias tomo vino, eso me relaja y me desconecta del temor. El miedo viaja conmigo, pero soy más fuerte que él, siempre lo someto. Viajar en avión es de las pocas cosas que puedo hacer solo. En los aviones, a pesar de mis fobias, suelo disfrutar. Lo uso como una oficina: escribo, apunto ideas, leo, imagino, pero también es como un santuario donde me conecto conmigo mismo, viajo al interior. Siempre bajo de los aviones como si me hubiese sometido a una  dulce terapia relajante: me gusta sentirme en movimiento. Siempre que vuelvo a Madrid en avión es como si iniciase una nueva etapa: recapitulo, ordeno ideas, pienso en mi vida y disfruto de recordar y reordenar mentalmente experiencias, escenas de mi vida, asuntos por resolver…

Hace poco, volviendo a Madrid, me tocó compartir el vuelo con un niño de siete años que viajaba solo. Lo observe desconcertado, en silencio y decidí darle cierta confianza, le hablé. El niño enseguida se animó y, aunque en un principio sentí que el goce solitario del que disfruto en los aviones estaba amenazado por la posible incontinencia verbal del niño, decidí relajarme y escuchar. El niño, entonces, empezó a decirme mentiras. Me contó que, una vez, tuvo que abrir la ventanilla para vomitar, también me contó que, en otra ocasión, el piloto se equivocó de botón y cayeron al mar. 

–Suerte que estábamos cerca de la orilla y pudimos alcanzarla a nado. 

Aquello despertó mi escucha y decidí dar crédito a todas sus historias para animarlo a seguir. Me puse hasta preguntón.

Después de la comida, celebró que no fuese pescado porque eso lo hubiese vuelto a hacer vomitar, lo puse a dibujar para poder leer yo un poco.  Todo lo que dibujaba lo representaba con gestos de enfado: una niña, un niño, un elefante, un tiburón, un payaso. Todo con bocas torcidas y cejas enarboladas. De pronto, el niño me preguntó abiertamente a quién había votado yo en las elecciones. Yo desvíe la pregunta con otra: 

–¿A quién votaron tus padres?

Me contestó y yo le mentí también confirmándole que el de sus progenitores coincidía también con mi voto. Luego siguió dibujando un rato más y contándome más mentiras sedantes. Aterrizamos y al despedirse, con un gesto amplio y confiado, me dijo: 

–Te echaré mucho de menos. 

 Después me marché.