Buen provecho

Es la hora… Es la hora y yo no me tomo mi medicación. He aprendido a tragar sin tragar. Si tienes la garganta lo suficientemente seca, la pastilla se queda atascada sin bajar y luego puedes expulsarla. Es cuestión de práctica. Cuando la implacable señora Etton viene a comprobar que me la haya tomado, me obliga a abrir mucho la boca y explora mis encías y bajo la lengua. Parece satisfecha y me deja en paz… Otra vez.

Son ya siete las veces que he podido burlar su vigilancia, ¡y eso es todo un triunfo!

Me río porque me burlo y me burlo porque tengo un vacío en mi cerebro, según dice mi doctor. Un vacío que tiendo a llenar con dolor y purgatorio. El doctor Pride no sabe quién soy, solo ve un número en mi expediente, medica a sus enfermos y se dedica a hurgar en nuestras mentes hasta convertirlas en puré. A mí me da lo mismo, no es que ese chupatintas logre profundizar mucho en mi cabeza. En realidad, no es capaz de rascar ni la superficie de quién soy o lo que cree que soy… Y me río y me burlo. Dentro de mí la cosa está torcida y hoy tengo ganas de aullar. Puede que me baje los pantalones y me orine ante la enfermera Etton y su cara de pasa arrugada, sus ojos que me acusan, sus maneras bruscas y sus manos de dedos cortos que son como tenazas…

Pero si lo hago sabrá que no he tomado mi medicación, así que me contengo.

La señora Etton está registrando a los otros «locos» y «locas» de este antro. Yo me sonrío a escondidas y agacho la cabeza para que las cámaras no me vean. Tengo el pelo largo, el pelo largo ayuda a esconder mis muecas. Me divierto tras el telón de mi pelo y ellos no me ven.

–Es la hora del doctor, Sean –me dice Charlice. Es simpática, muy joven y siempre sonríe. Ella aún cree que los que estamos aquí somos personas–. ¿Me acompañas?

La miro sin expresión. Otro truco que he aprendido. Si has tomado tu medicación, se supone que debes estar ida. A veces, incluso babeo para dar efecto. Charlice me ayuda a levantarme y me acompaña hacia el pasillo. Su mano es liviana y dulce, no como la «mano-garra» de la señora Etton. Cuando llegamos al ascensor, uno de los guardas que recorre la primera planta se une a nosotras. En el bolsillo de su camisa gris luce una chapita con su nombre: Ian McMurphy. Ian es muy alto y cuadrado. Me mira a mí, sin ver, y luego mira a Charlice, ahora con ojos cariñosos. Le guiña un ojo y la chica se sonroja. Noto el temblor de su «mano-dulce» en mi brazo y yo también me estremezco. Ian tiene suerte de gustarle a una chica como Charlice.

El despacho del doctor Pride está al fondo de otro pasillo de blanco suelo brillante, inmaculado y silencioso, muy luminoso. Normalmente odio las visitas al doctor, pero hoy no, hoy es un buen día. Sonrío a escondidas y ladeo la cabeza. Veo mis pies en las zapatillas, ¡qué pequeños son! Los arrastro con estudiado esfuerzo.

–Hola, Sean –me saluda Pride–. Déjanos, Charlice, hasta dentro de media hora.

Charlice se marcha y yo me quedo sola en el despacho pequeño y ordenado del doctor. Huele a su perfume. No me gusta. Me ayuda a sentarme y luego se coloca en su lugar de siempre, detrás de su mesa perfectamente pulcra y ordenada. Aquí todo es orden, en mi cabeza no. En mi cabeza bullen las ideas, un sinfín de pensamientos, caos, desorden, deseo, pasión, desorden, caos… y violencia. Me miro los pies para que el doctor no vea mis mejillas encendidas. Finjo pasividad, finjo no estar, finjo y me balanceo, mientras contengo mi verdadero deseo que es saltar por encima de la mesa, morder la fea cara de este doctor Pride, arrancarle la lengua y hacerle callar, desbaratar su mesa estercolero de mentiras y mearme en ellas, desnudarme, gritar, aullar y dejar que esta oleada que me invade se libere al fin…

–Sean, ¿me oyes?

Asiento suavemente y aprieto los dientes. Tengo que tener cuidado, porque en un descuido podría tragarme la pastilla.

–¿Quieres agua?

 No, no quiero agua. Necesito tener la garganta seca.

–Oye, Sean, estaría bien charlar un rato. Entre amigos, tú y yo. ¿Quieres hablar de lo que pasó? –Se refiere al día en que Joel murió. Para que lo sepas, Joel es mi marido, «era» mi marido, y ese rufián merecía morir. Por eso estoy aquí–. Hace un bonito día, ¿sigues sin querer salir?

No quiero salir, pero no digo nada.

Pride coge mi expediente y lo curiosea. Hace eso cuando no sabe cómo abordarme. Debe de ser difícil tratar con alguien que no contesta, que no se mueve. Soy un trozo de carne inanimado, un ente sin conciencia que se mece al son de su fingida sedación. Me atareo pensando en todo lo que puedo hacer ahora que no estoy sedada. La mente arde en este infierno, las ideas brillantes se aceleran, el pulso palpita y el veneno recorre mis venas. Es un reguero hirviente que penetra y penetra…

Entonces, llaman a la puerta. Pride levanta la cabeza. Se había quedado absorto en algo que ha leído. Parece contrariado. Es el señor Chester, el jefe de seguridad.

–Siento interrumpir, doctor.

–¿Qué hay, Chester?

El jefe abre la puerta del todo y entra. Es enorme, negro y peligroso. Se queda un paso por detrás de mí.

–Es sobre Mily Voice, no le hemos encontrado.

–¿Estás seguro?

–Se ha escapado y ya van tres.

Yo sonrío. Ahora Mily Voice estará en un lugar mejor. Me llevo la mano al vientre, muy despacio. Aún lo tengo hinchado.

Pride deja mi expediente de malas maneras. Está furioso y yo me regocijo. Quiero acurrucarme en el suelo y cuando Chester me agarre para obligarme a estar sentada, quiero morderle en los tobillos, quiero morderle y beber su sangre.

–Joder, Chester… Esto ya se nos escapa. Hay que llamar a las autoridades.

–Ya lo he hecho, señor. En cuanto hemos comprobado que Voice no está en el edificio.

–Quiero que pongas más vigilancia, redobla los turnos y comprobad todas las entradas, todas las puertas, todas las ventanas, cada maldito rincón antes de apagar las luces. Quiero recuento cada noche y que comprobéis que los pacientes están en sus habitaciones.

–Sí, doctor –Chester está enojado. Yo sé por qué. Siente que no tiene el control, siente que su capacidad está en entredicho y, si no tiene cuidado, Pride le sustituirá. Y yo me regocijo–. Ya ha reforzado la vigilancia, no volverá a escaparse ninguno más.

Pride resopla y arquea las cejas con escepticismo. Empieza a dudar de la palabra de Chester. Y yo sigo regocijándome.

–Llévate a Sean a su habitación. Lo siento, Sean, hoy no podremos charlar.

Chester me agarra y me levanta con brusquedad. Quiero a Charlice y su «mano- dulce», pero es Chester quien me arrastra de malos modos fuera del despacho. Me lleva a mi habitación y me obliga a tumbarme en mi cama. Cuando se va, cierra la puerta con llave. No me importa. Sonrío.

Las paredes de mi celda son acolchadas, blancas, sin adornos ni muebles. No hay nada en ella salvo mi cama y yo. Cuando creo que Chester ya no anda cerca, me giro y escupo la pastilla en la palma de mi mano. Me cuesta un poco, porque se ha quedado alojada muy abajo en mi garganta. Pero cuando la veo, roja y brillante, sonrío feliz. Ahí está mi dosis de normalidad. Qué le den por culo a la normalidad, prefiero ser yo, prefiero el dolor y la rabia, el fuego, la ira y la sangre… Hay un agujero en el zócalo que corre en la parte baja de la pared, junto a mi cama. Arrojo la pastilla al suelo, me levanto y la empujo con los pies hasta meterla en él. Es profundo y está lleno de pastillas. Caben todas, pero cuando se llene tendré que buscar otro escondrijo. No puedo echarlas por el váter, porque no hay retrete en esta celda. Hay un orinal, donde me obligan a hacer mis necesidades para poder vigilar que no tiro mi medicación. Son listos los muy… Pero yo lo soy más. ¡JA!

Son las siete. Hora de ir a cenar, mi momento favorito. La señora Etton viene a buscarme. Me sonríe cuando abre la puerta y su sonrisa es la de una hiena. No me importa, no puede estropearme la fiesta. Voy a disfrutar de un festín. Me levanto por mí misma, tranquila, sin hacer nada brusco. Se supone que debo estar tranquila y finjo muy bien. Salgo al pasillo y voy hacia el comedor. Es una sala grande con muchas mesas corridas. Cojo mi bandeja y voy colocando plato, cubiertos de plástico, servilletas… Camino arrastrando los pies, siempre arrastrando los pies, en una larga cola de «pacientes». Cada uno con su bandeja, hasta la cocina, donde nos van sirviendo la cena.

Auuuuuummmm… Mi momento favorito del día, ¡la cena! ¡Hoy hay menú especial! Hamburguesas Mily Voice. Cuando llega mi turno y me sirven mi ración de hamburguesa con puré de patatas, no puedo evitar mirar hacia el fondo de la cocina, donde la enorme trituradora descansa limpia y preparada para la siguiente remesa de carne. Puede que Chester refuerce la vigilancia, pero no puede conmigo. Mmmmmm, ¡Mily Voice huele genial!

Ya sabía que estaría delicioso… Busco un sitio en una de las mesas corridas y miro alrededor. Sí… ¿Luca Pereira ha cogido peso? Luca… Mmmm, se me hace la boca agua… Hamburguesas de Luca, hamburguesas una vez a la semana. 

Bienvenido, Voice. Ñam ñam.