Contener la rabia

He tardado treinta y tantos años en darme cuenta desde dónde escribo, desde dónde pienso y desde dónde existo. Soy feminista y esa es y ha sido mi lucha, aunque no siempre la he reconocido como tal. 

Recuerdo aquella indignación primigenia cuando en el instituto hubo un debate sobre la moralidad del aborto desde puntos de vistas cristianos. Eran los 90 en Vitoria. O ibas a una escuela religiosa o ibas a una ikastola, no había término medio. Yo acababa de dejar el colegio de monjas de niñas bien, un universo femenino y uniformado que miraba para adentro y susurraba por las esquinas, para ir a otro de curas de mayoría masculina que gritaba por los pasillos con sus ropas ‘de calle’. Se abría ante mí la puerta de la madurez con el nombre de tres siglas grabadas en ella. Decir que ibas a BUP era tan de mayores como alardear de que fumabas en el parque o de que hacías pira. 

En esta apertura al mundo en el que me hallaba se produjo el debate de marras. El Gobierno socialista había dado un paso más para la libertad de la mujer añadiendo un supuesto a los otros dos ya existentes. A la malformación del feto y al caso de violación se le añadía el consistente en despenalizar el aborto cuando el embarazo produjera a la mujer una situación de angustia o ansiedad. «Pero, ¿cómo? –se debieron preguntar los guardianes de la moral con las manos en la cabeza– ¿qué ya no es preciso que la mujer alegue que está loca? ¿Qué basta con que diga que está angustiada? Dios nos asista». Así que lo que realmente se debatía en esa sala concurrida de chavales con atuendos noventeros era si la vida de un individuo nonato dependía de la siempre frágil salud mental de las féminas. Algo empezó a incomodarme en la silla y no, no era la compresa con alas de mi regla recién estrenada. 

Mi desconcierto aumentó al constatar que en la mesa que presidía el auditorio los que llevaban la batuta eran curas con algún otro profesor seglar que guardaba silencio, o que lo habían silenciado, nunca supe. Y esos curas, como había descubierto hacía poco, llevaban pantalones debajo de las sotanas. Es decir, eran hombres. Ellos representaban la autoridad moral en la materia, en cualquier materia, y lo que las escasas chicas pudiéramos argumentar no tenía importancia. Recuerdo haberle espetado en toda la cara a uno de ellos que quién demonios era él para decir que eso no estaba bien, él que nunca se vería en tal supuesto, nunca en la vida, ni como posible padre. Me senté roja como un tomate y solo conseguí levantar la hilaridad entre mis compañeros y una amonestación por parte del director. 

Por entonces, ya la rabia me podía. Una ira que nadie sabía de dónde me venía, ni siquiera yo. Aún sin haber leído nada todavía y sin que nadie me hubiera contado la otra historia que yo ansiaba oír y conocer, una furia sorda se había instalado dentro de mí. Había algo que olía a podrido en la sociedad y en mi entorno y yo no lograba identificar qué era. Algo no encajaba y eso me cabreaba. Luego entendí que esa indignación no era solo mía, era heredada. Una herencia de siglos de opresión patriarcal que de algún modo ‘epigenético’ había llegado hasta a mí. Poco después, llegué al feminismo a través de la literatura. Y los libros lo cambiaron todo. 

Decía Chimamanda Ngozie Adichie en su novela Americanah que no se había sentido negra hasta que llegó a EE. UU. y le hicieron notar la diferencia. En su Nigeria natal ni siquiera se había planteado el color de su piel. Algo así sentí yo en aquel auditorio. No me había percatado de que era una mujer hasta que otros lo utilizaron como si eso fuera un defecto y por ello tuvieran que decidir por mí. 

He tardado treinta y tantos años en darme cuenta de que no sería el mismo lugar desde donde ahora escribo si no me hubiera incomodado escuchando a esos curas con apenas 12 años. Contener la rabia me hubiera ahorrado problemas, sí, y más de un castigo. Pero sin esa pequeña dosis de inconformismo jamás hubiera llegado al feminismo. Un feminismo que, a pesar de su normalización, sigue incomodando. Y por muchos años.