Dánae

Nunca me había gustado el arte, al menos no de forma especial. Para mí los cuadros solo eran objetos valiosos que otros querían y yo podía conseguir. Pero eso era antes, casi lo veo ahora como en otra vida, un pasado incuantificable y perdido entre las brumas del tiempo. Ahora, sin embargo, me veo obligada a custodiar esta celda de bronce en que se ha convertido para mí el Museo del Prado, vigilando que los torpes turistas no se arrimen demasiado a mí, despistados con cualquier cosa, ni choquen con estrépito contra el resto de cuadros.

Me he transformado en un testigo mudo de algo que ni siquiera me importaba, y me cuesta familiarizarme con mi nueva rutina: el gentío, los murmullos, los guías, las pinturas… Pero, ¿qué remedio me queda? 

No debí aceptar aquel trabajo. En el mundo de los ladrones de arte solo hay dos mandamientos: “no robarás en el Museo del Prado” y “nunca te quedarás con lo que robes”. El segundo mandamiento se explica porque cuando un ladrón se convierte en coleccionista comienza a cometer errores, y los errores llevan irremediablemente a prisión.

El primer mandamiento es mucho más sencillo: nadie lo ha hecho antes y, a estas alturas de la historia, cuando algo no se ha hecho suele ser por alguna razón. Yo desconocía esta razón, desde luego, de haberlo sabido no estaría aquí ahora mismo, despojada de mi vida, de mi familia, de mis amigos… ¡hasta de mi propia ropa! Exhibida impúdicamente para el deleite del montón de desconocidos que cada día abarrotan el museo.

Y lo peor de todo es que ni siquiera me ven a mí, ven otra cosa, otro cuerpo, otra idea. No, definitivamente no fue una gran idea aceptar aquel trabajo, aunque he de reconocer que el precio ofrecido batía todos los records. Eso lo entendía, aunque no me guste el arte sé cuánto vale, pero hay determinadas obras cuyo valor no se puede siquiera estimar, ¿cuánto valen las cosas que no tienen precio? Hay una única respuesta: más, siempre más.

Aquel negocio iba a retirarme y el plan era perfecto: el museo iba a cerrar el día 1 de noviembre para realizar una reubicación de varias obras, así que yo entraría la noche del 31 de octubre haciéndome pasar por una empleada de la empresa de limpieza, descolgaría el cuadro, lo sacaría de su bastidor y enrollaría el lienzo. Por la mañana, disfrazada como un trabajador más de los que se ocupan de colgar y descolgar los cuadros, saldría con la obra entre mis pantalones. Con el ajetreo y las prisas nadie se daría cuenta, y al tratarse de un cuadro de los menos conocidos del museo, y que no iba a ser reubicado, esperaba que nadie se diera cuenta…

Pero las cosas no siempre salen como una lo espera. Entrar en el museo fue relativamente fácil, esquivar a mis nuevas compañeras de limpieza también, y ocultarme en el baño cuando terminó el turno aún más. Lo difícil vino cuando me quedé sola, paseando por las galerías del museo, admirando al son crepuscular de un rayo de luna las figuras pintadas en los cuadros, aquellos reyes del pasado, diosas puritanas semidesnudas o héroes al borde de la muerte. No, no me trae el arte, pero aquella noche sentí la soledad y el silencio más profundos que jamás pudiera imaginar. 

Cuando llegaba a la sala donde se encontraba el cuadro, no importa ahora cuál fuera, sentí que algo se movía a mi espalda. Me escondí en las sombras, tras una puerta, como un gato asustado, y esperé unos segundos. No se oía nada, pero yo sentía un movimiento, un ir y venir. Asomándome tras el marco de la puerta intenté escrutar entre la negrura; allí la luz de la luna apenas se filtraba y tan solo las luces de emergencia permitían ver algo. Poco a poco fui convenciéndome de que allí no pasaba nada. Conocía los horarios de las rondas de los vigilantes, tenía tiempo de sobra. Y los empleados de la limpieza hacía largo rato que se habían marchado. 

Me levanté con un valor renovado y miré hacia la sala de donde procedían los ruidos: nada. Me di la vuelta y continué caminando, alejando de mi cabeza pensamientos absurdos, pero entonces la presencia que había sentido pasó rozando mi espalda como un fantasma. Quizá antes yo misma me hubiera convencido de que había sentido algo que no sucedió, pero ahora me habían golpeado. Con suavidad, pero golpeado. Aquello no era fruto de mi imaginación.

Corrí saliendo de aquella sala y regresando a una de las galerías principales, más iluminadas, pero no importaba, aquella presencia me perseguía. Corrí buscando una salida, pero no había planeado salir de allí hasta por la mañana, por la zona de empleados; deambular a lo loco por el museo solo me llevaría a que me descubrieran. En aquel momento, oculta de nuevo en las sombras, me sentí afortunada de haber alcanzado aquel razonamiento y poder sosegarme. Hoy sé que fue un error, otro maldito error más, pues cualquier cárcel sería mejor que esto.

Arrastrándome por el suelo llegué hasta la sala del Renacimiento, donde se expone la pintura veneciana: estaba cerca de mi objetivo. Aquella presencia, fuese lo que fuese, no trataba de impedir que robase un cuadro, así que haría mi trabajo, aguantaría lo mejor que pudiese la noche y saldría por la mañana con la obra que me haría inmensamente rica.

Reptando, llegué a una de las salas interiores donde debía haber obras de Tintoretto, Tiziano, Veronés y otros venecianos, pero no esperaba poder ver ninguno de  esos cuadros, porque allí no llegaba ninguna luz más allá de la de emergencia. Cuál fue mi sorpresa cuando, desde el suelo, atisbé un espectral Jesucristo lavando los pies a los Apóstoles, a Venus sujetando a un Adonis casi arrastrado por sus perros, a Sísifo con su roca y a innumerables y adorables bebés alados alrededor de la diosa del amor. Afortunadamente no repararon en mi presencia, pues puedo imaginarme tumbada en el suelo con la boca abierta y los ojos como platos. 

Eran los espíritus que habitaban en los cuadros, atrapados por el pintor con su pincel, embarrados en el óleo, condenados a arrastrar, como Sísifo, un castigo eterno noche tras noche, pero, ¿cómo iba yo a saberlo en aquel momento? Para mí era como una película de terror, una casa encantada llena de fantasmas que permanecían haciendo lo único que habían hecho en vida, almas en pena diseñadas para dar vida a un cuadro. Creo que fue este último pensamiento el que me delató y me hizo reaccionar. Cuando al fin fui dueña de nuevo de mí misma, solté un breve grito que en seguida amortigüé llevándome la mano a la boca… Pero demasiado tarde. Los espíritus, con una lentitud que solo puede dar el saberte condenado para la eternidad, se detuvieron y me miraron con ceremonia para, acto seguido, ser absorbidos por los cuadros.

De pronto todo se quedó en calma, solo mi acelerada respiración y mi corazón bombeando pánico con una fuerza inusitada eran prueba de vida alguna en aquel lugar. Cuando logré calmarme un poco me levanté y fui paseando, admirando los cuadros. Toqué los lienzos, secos y brillantes, esperando percibir algo especial, pero allí ya solo quedaba pintura.

Me detuve ante el cuadro de Tiziano que representa a Dánae. Por primera vez en mi vida admiré la belleza de una pintura, aunque estuve segura de que cuando se pintó se eligió el tema tan solo porque era una buena excusa para representar la desnudez de una mujer. Supuse que aquellos cuadros de Venus desnudas eran como el Playboy de la época, aunque mucho más elitista, y sentí lástima por aquellas mujeres que pudieron servir como modelos.

Sin embargo, el cuadro no dejaba de atraerme. La suavidad de los colores, el rostro expectante de la muchacha, su piel trémula, nívea en algunas zonas, nacarada en otras, que contrastaba con la de su sirvienta, oscura, tersa y envejecida. Por un instante sentí la suavidad de las sábanas sobre las que Dánae reposa, el recuerdo de haber acariciado al perro y mi cabello rubio deslizándose por mi hombro izquierdo. Me llevé la mano izquierda a la pierna, buscando el interior del muslo, sintiendo una tremenda excitación y… ¡Un momento! Me dije. ¿Mi pelo rubio? ¡Soy morena! Morena… morena como la mujer que tengo en frente. ¿En frente? ¡Esa mujer soy yo!

Y esa es la razón por la que el primer mandamiento del ladrón de arte es no robar en el Museo del Prado, porque por las noches los espíritus que habitan en las obras de arte salen a buscar alguna alma incauta y desprotegida a la que atrapar y sustituir. Fue doloroso ver levantarse mi cuerpo del suelo del museo, comprobar cómo aquella alma miraba sus nuevas piernas, sus nuevos brazos. Me sonrió, me lanzó un beso y desapareció. Yo, inmóvil, observé todo con desesperación, y solo deseo que no llegase a robar el cuadro y no esté disfrutando ahora de la vida que yo había soñado.

Con respecto a lo que queda de mí es una eternidad en ese momento de excitación que tiene más de expectación que de otra cosa. Voy a pasar el resto de lo que le quede a este mundo esperando que pase algo importante, deseando y anhelando que llegue mi amante. Pero eso, por si fuera poco, no es lo peor de todo. Lo peor es que cuando llegue lo hará en forma de lluvia dorada, y no sé si en el siglo XVI la lluvia dorada se componía de otra cosa, pero en el mío, en el XXI, no resulta del todo agradable.