Despertar

La primera vez que pisé la ciudad, recuerdo que caminaba por sus calles como si estuviera en un sueño, como si no fuera real. Mi cuerpo estaba allí, pero se movía de forma automática, sin terminar de responder. Todo iba a una velocidad de vértigo y la metrópoli poseía una vitalidad que te arrastraba como un huracán de sensaciones. Notaba que estaba despertando poco a poco y sabía el motivo por el que había dado el paso de llegar hasta allí: escapaba de aquellos que me miraban con prejuicios por ser diferente a lo que se esperaba. Siempre había sido una mente inquieta y diferente a los demás. Me hacían sentir que ser de otra forma estaba mal, hasta conseguir que me perdiese, sin estar segura de quién era o qué quería. 

Durante mucho tiempo, me refugié entre los miles de colores que creaba con mis pinturas, construyendo universos e ideales maravillosos a los que huir en los momentos más complicados. 

Y así pensé que me había encontrado porque, a veces, crees que te conoces y que las cosas están más claras de lo que en realidad las tienes. Hay personas que salen a vivir aventuras o hacen cientos de cosas con el propósito de encontrarse a sí mismas, pero a veces eso ocurre en el momento y el lugar que menos te esperas. Porque es como el amor: inesperado y, en parte similar porque, cuando te encuentras a ti misma, te aceptas y te quieres. 

Yo salí de mi jaula de cristal caminando con algo de prisa por una calle bulliciosa, sin nada especial, con el tráfico típico en la hora punta de la tarde. No sé qué ocurrió, pero de pronto desperté en la realidad y sentí que todo encajaba, que tenía sentido. Que ahí estaba yo, fuera, en el mundo, que estaba ahí y podía salir a vivirlo. Había llegado hasta allí por serme fiel a mí misma. Por no cambiar cuando todos querían que fuera como ellos. Estaba en aquel lugar porque me había respetado a mí. Porque me quería tal y como yo era. 

Y entendí que a veces, sin esperarlo, un lugar cambia tu vida, te hace abrir los ojos y sientes que un pedacito de ti se queda atrapado allí. En otra realidad, en un instante, un sonido, un aroma, en una calle o con una lágrima. Algo de mí se quedó para siempre en París y, al mismo tiempo, puedo sentir que con ese momento yo siempre formaré parte de la ciudad, así como ella ahora forma parte de mí. 

Como una raíz. 

Para siempre. 

Eternamente. 

Aquel era el principio del comienzo, de mi auténtica vida. 

Era libre para descubrir el mundo, para volar sin miedo.

Había despertado.