Diecisiete de enero

–  Supongo que por entonces pensaba que era una mañana cualquiera, un día más de invierno sin otra cosa que afrontar salvo la rutina que empezaba a dirigir mi vida. Había despertado con las sábanas revueltas, la almohada en el suelo, el despertador sonando y el mismo cansancio de siempre. Así que a priori no tenía motivos para pensar que ese diecisiete de Enero fuera diferente a tantos otros días que había dejado atrás en mis treinta años de existencia. Sé que me incorporé, apagué el despertador, volví a colocar la almohada en su sitio y, descalzo, entré en el baño. Levanté la tapa del váter y empecé a mear. Todo exactamente igual que cada mañana. Bostecé y creo que mientras tiraba la cadena me retiré un par de legañas. Fue entonces cuando decidí lavarme la cara y abrí el grifo dispuesto a ello. Recuerdo que lo primero que me llamó la atención fue que no sentía la temperatura del agua. No la recuerdo ni fría, ni caliente, como si siempre hubiera mantenido una temperatura neutra… estuve girando el grifo durante varios segundos y nada. Seguía invariable. Pensé que podría tratarse de algún fallo de las tuberías y pasando un poco del tema me lavé la cara. Y fue en ese preciso instante, Doctor, cuando me di cuenta que no iba a ser un día normal, ya que cuando alcé la vista y dirigí mis ojos al espejo no pude evitar que un terrible escalofrío me recorriera la espalda. No había nadie reflejado. Nadie. Me acerqué como pude a él intentando visualizar mi reflejo. Me acuerdo como un haz de luz me golpeó en la cara cuando puse la palma de mi mano en la esquina del espejo, y lo paralizado que me quedé al comprobar que no pasaba absolutamente nada. 

–  Entiendo. La verdad es que es un caso curioso, no es nada común, eso está claro. Tendría que realizarle algunas pruebas para estar cien por cien seguro. Pero según me ha comentado, lo que usted vivió aquella mañana solo apunta hacia una cosa. Señor Cortés, usted está muerto.