El desván

Papá decía que no podíamos subir. Que estaba prohibido entrar al desván bajo ningún concepto.

Recuerdo que, al anochecer, especialmente a la hora de la cena, se escuchaban ruidos allí arriba. Entonces, toda la familia permanecía en silencio hasta que los sonidos cesaban. Entablando de nuevo la conversación interrumpida, como si nada hubiese ocurrido.

Un día que papá y mamá se ausentaron, mi hermano mayor se propuso llegar hasta el descansillo de las escaleras y adentrarse en el largo pasillo que conducía al desván. Mis otros tres hermanos y yo contemplamos absortos su osadía, temblorosos y asustados.

Conforme avanzaba, la intensidad de la penumbra se lo fue tragando gradualmente hasta que, de pronto, escuchamos un sonido. Algo así como «blufff», muy parecido al que emite un globo al deshincharse.

Eso fue lo último que percibimos. 

Han pasado dos años de aquello. Desde entonces, jamás supimos de mi hermano mayor.

Los ruidos continúan escuchándose.

Y todos, congregados alrededor de la mesa de la cocina, volvemos a callarnos y esperar que todo pase.

Cabizbajos.

Callados, esperando.

Resignados.

Callados, esperando.

La diferencia es que ahora vienen acompañados de débiles gemidos.

Son los de mi hermano mayor.