El héroe que siempre quiso ser

Corian empezó a estornudar una vez tras otra nada más salir a la superficie. Cavar aquel hoyo tan grande le había costado, ni más ni menos, veinte o treinta lunas, y el polvo que había ido aposentándose por todo su cuerpo se fue sacudiendo de su piel y su pelaje con cada nuevo estornudo. Se vio obligado a entrecerrar los ojos para soportar aquella luz anaranjada, aunque tuvo suerte de terminar su túnel al atardecer y no cuando el sol brillaba con más fuerza. Se deshizo de las últimas partículas de polvo con los nudillos de una de sus manos y no pudo evitar hacerse un leve rasguño en el pómulo izquierdo con sus afiladas garras. «Maldito sea el núcleo», blasfemó, sacando su larga lengua a continuación para lamerse la sangre purpúrea que había humedecido su rostro. Una vez habituado a aquellas nuevas condiciones, miró a su alrededor, estudiando con su curiosidad habitual cada detalle de aquel enclave desconocido por completo para él. Lo primero en que se fijó fue en que era un lugar que parecía no estar habitado. Al menos, Corian no pudo ver ninguna construcción que pudiera albergar algún tipo de vida. Sus pequeños ojos rasgados solo pudieron detectar distintos tipos de vida vegetal, aunque no supo reconocer ninguna de las plantas y flores, por no hablar de los gigantescos árboles que se clavaban en la tierra como lo hacían las espadas nucleicas en el cuerpo del enemigo. En El Núcleo, el lugar de donde venía, los árboles no medían más de un par de palmos, y todo vegetal comestible tenía que comerse a puñados si alguien quería saciar su apetito. Por el contrario, los frutos que encontró a unos pocos pasos del final de su galería tendría que comérselos a mordiscos, pues ninguno le cabría entero en la boca. Devoró un fruto dulce y fresco como una gota de miel y lanzó el hueso con fuerza, alegrándose de que ni el cansancio ni el esfuerzo realizados para descubrir la superficie lo hubieran dejado sin energías. Al poco tiempo de hacerlo, escuchó distintos ruidos que le hicieron ponerse en alerta: algo o alguien se estaba acercando, a la carrera, a él. Desenvainó su espada, fina y alargada como una estrella fugaz, y se colocó en posición de defensa. Cualquiera que se atreviera a retarlo conocería en primera persona la bravura de los nucleicos. Cuando vio a aquel ser corriendo hacia él inspiró y se preparó para el ataque, aunque se olvidó de sus intenciones en cuanto la criatura peluda se detuvo a poca distancia de él, soltó el hueso y, después de empujarlo con una de sus patas, se sentó, esperando con la lengua fuera de la boca y jadeando. Corian lo vio claro como el agua subterránea que había encontrado en su ascenso. Recogió el hueso del suelo, se subió a lomos del animal, decidió qué dirección quería emprender y lanzó el corazón de la fruta lo más lejos que pudo. Si el destino le había regalado una montura dócil y veloz, haría uso de ella para explorar un territorio que los nucleicos solo conocían por las leyendas que aún permanecían escritas en los libros más antiguos. Él sería quien relatara cómo era la vida en la otra parte del mundo cuando volviera a El Núcleo y se convertiría así en el héroe que siempre quiso ser.