El hijo del mar

Carmen se levanta despacio, con cuidado de no despertar a su marido. Hoy es día de descanso, no se echará a la mar a pescar. Se pone la toquilla de lana por los hombros y vierte agua en la palangana desportillada. Se refresca la cara y, con un giro rápido de muñeca, convierte la mata de pelo negro en un moño. Sale al diminuto comedor que hace las veces de cocina y mira por la ventana de su casita de pescadores. El sol ya está separando el mar del cielo, allá en el horizonte y ve llegar a la orilla de la playa la blancura espumosa de las olas. Pone a hervir el café en el infernillo y conecta la radio de válvulas. Suenan bajito los Ojos verdes de la Piquer. Se sirve el café en una jarrita de porcelana. Él sale del dormitorio; vestido con la ropa de faenar.

—¿Para mí no hay café? —pregunta Paco. Ella le mira extrañada y le sirve también. 

De repente, rompe el silencio de la madrugada un sonido agudo, chirriante, una «i» prolongada y lastimera, como el gemido de un delfín herido. Se repite desde el interior de una habitación contigua con una cadencia reiterativa y lacerante que empuja a la locura. Ambos se miran. Él, aprieta los labios y estalla en blasfemias; ella, baja los ojos y se vuelve hacia el cuarto oscuro, sin puerta: 

—Ya voy, hijo. 

Entra en la pequeña estancia sin ventana, tira de una cadenita que cuelga del techo y se enciende una bombilla patética que oscila en el aire. Carmen suspira y contempla a su hijo en toda su extensión, ya ocupa toda la cama: la cabeza, siempre ladeada, unida a un cuello flácido incapaz de sostenerla; el cuerpo arqueado, las piernas plegadas, esqueléticas y rematadas por rodillas huesudas; los brazos en movimientos contradictorios y las manos retorcidas como sarmientos inútiles. Carmen se acerca y le limpia la saliva que escapa sin freno de su boca siempre abierta. Le mesa los cabellos con delicadeza y le sonríe con ojos tristes. El muchacho le dedica una sonrisa empedrada de dientes. «Ahora vuelvo, mi pequeño delfín», le dice saliendo del cuarto. Arrecian los chilliditos penetrantes e hirientes con más ímpetu y exigencia. Continuos, constantes, como cada día, cada hora, cada segundo de sus vidas. 

Carmen se sienta frente al marido que, además del café, se ha tomado más de media botella de tinto.

—Diecisiete años ya —dice él sosteniéndole la mirada. 

—Sí, hoy los cumple —contesta ella y le repasa la ropa con la mirada—. ¿Vas a salir hoy a la mar?

—Sí, ya es hora de que el chico conozca el mar. 

—¿Qué dices? ¿Cómo te lo vas a llevar contigo en el barco? —Carmen se pone en pie alarmada.

—¡Qué carajo! ¿No dices que es hijo del mar, que no está hecho para vivir en tierra? —Paco da al tinto un trago largo y se levanta. Le clava la mirada a Carmen—. Que coma algo, que me lo llevo.

Al mediodía, un pequeño barco se encontraba solitario en alta mar. Paco para el motor y baja al diminuto camarote. Comprueba que su hijo duerme tranquilo, le limpia la boca y le arropa. Saca varias botellas de su escondite y se las bebe sentado en el suelo junto a él. Sube de nuevo a cubierta, toma un arpón y baja de nuevo al camarote y, antes de que el vino le deje ciego y débil, con un arpón comienza a agujerear el casco, primero con rabia y luego con desesperación. El agua entra a borbotones espumosos. Paco se sienta en el suelo junto al hijo y le besa la mano retorcida. El chico despierta y comienza a emitir su monosílabo con insistencia. Paco apura la última botella mientras nota cómo la frialdad del mar le alcanza la cintura y las lágrimas calientan su rostro quemado por el salitre.

Al caer la tarde, Carmen se retoca el moño delante del único espejo de la casa, se echa encima una toquilla gruesa y se dirige ligera hacia el dique del puerto, a verlos venir junto al faro. Se inquieta porque pasa el tiempo y no divisa ningún barco. Se retuerce las manos y mira en todas direcciones. Ve acercarse algo extraño hacia la costa. Es un hombre que no lucha por vivir. Un delfín lo empuja con tozudez hacia las rocas del faro. Al llegar a ellas, lo ve asirse a las rocas. Es su marido. Corre hasta él, lo pone a salvo y le sostiene la cabeza con fuerza entre sus manos. 

—¿Qué ha pasado? ¡Dímelo! ¡Dímelo!

—No… lo creerías —dice Paco con el aliento entrecortado y rompe a llorar señalando hacia el agua.

Carmen ve cómo un delfín asoma a la superficie su cara sonriente y emite un sonido agudo, chirriante, una «i» prolongada y alegre. Retrocede hacia atrás, despacito, sin apartar la vista de Carmen, se aleja mientras emite grititos repetidos. De repente, se sumerge y aparece a cierta distancia, dibujando preciosas parábolas en el aire que le van adentrando en el mar abierto, hacia el sol poniente.

Carmen abraza en su regazo a su marido con fuerza y llora serena. Siempre supo que su niño era hijo del mar.