El vestido de novia

La modista le dio media vuelta y la encaró a su imagen en el espejo. «Este vestido es especial. Vas a ser la novia más bonita que ha tenido este pueblo», le dijo. Era un diseño maravilloso. La seda le caía sobre la piel con suavidad, con la misma suavidad con la que la acariciaba su Antonio. Sabía que le gustaría. Un vestido de una pieza, «cómo Dios manda», que diría él. Cerradito, con el cintillo de seda abrazado al cuello, mucho más sutil que esos escotes excesivos, dónde va a parar. De hechuras rectas, sin brillos innecesarios.

«A mí me gustan las mujeres que saben estar en su sitio, sin destacarse mucho, sin llamar la atención», le dijo él a poco de conocerse. Dos cordones dorados le cruzaban el pecho en forma de cruz, a la manera de los vestidos griegos. Se giró de perfil. Quizá le remarcaban demasiado los senos generosos. «A ti no te sientan bien esos vestidos tan pegados, no tienes cuerpo para lucirlo». Esa frase que le soltó un día le venía a la memoria cada vez que se probaba un vestido ceñidito.

Notó un pinchazo en la cintura, a la altura del riñón. Un alfiler, supuso. Cuando llevó su mano hasta allí, una costura le rozaba la piel en el costado. Le arañaba. «Levanta el brazo, voy a mirar qué puede ser», le dijo la modista cuando se lo comentó. Quiso hacerlo, pero de pronto la tela parecía haber encogido, la aprisionaba. Sintió una gran presión en el pecho, los cordones le apretaban, le faltaba el aire, no podía respirar. Y en esa sensación de ahogo no ayudaba nada el cintillo de seda que le estrangulaba el cuello con una suavidad amenazante demasiado familiar.

–Vas a ser la novia más bonita que ha tenido este pueblo –le dijo la modista a su siguiente cita–. Tengo un vestido muy especial para ti.