Ella y el Mediterráneo

Ella era solo una niña cuando viajó con su familia por primera vez al Mediterráneo.

Ella no se daba cuenta de lo que significaba viajar al Mediterráneo. Del sonido de la brisa marina que le revolvía el cabello. Del olor de las olas del mar que impactaban en sus pies, produciéndole un cosquilleo que olvidaría a corto plazo. Del sabor de la arena que cada tarde desaparecía de su cuerpo cuando la obligaban a bañarse con agua y jabón. Del tacto de las nuevas amistades que forjaría entre cloro, gafas de buceo y rayos de luz proyectados en el agua. De las noches repletas de helados en familia, vestidos de tirantes y diademas de colores vistosos. Del calor del sol que poco a poco doraba su piel. Y su corazón. Porque el Mediterráneo se te cuela en las entrañas sin que te des cuenta.

Oh, pero ella no era totalmente inmune a lo que sus ojos contemplaban cada mañana cuando se despertaba y corría a la terraza a desayunar. Un mar cálido lleno de posibilidades. Y de aventuras. Por eso comenzó a escribir un libro. Cogió lápiz y papel y se imaginó a una niña como ella que se sumergía en el agua salada y que encontraba un mundo secreto bajo esta. Un mundo con princesas. Con príncipes. Con sirenas. Con caballitos de mar que le susurraban cosas bonitas al oído y le hacían reír. Y también había un tesoro. Nunca puede faltar el tesoro.

Si a esa niña meses más tarde le preguntaran a qué le evocaba el Mediterráneo, ella respondería: «A mi libro de la ciudad secreta bajo el agua». Entonces recordaría que se lo había dejado allí olvidado. En una casa en el Mediterráneo a la que nunca volvió.

Ella era una mujer cuando regresó con sus propios hijos al Mediterráneo.

Ella se daba cuenta de lo que significaba viajar con sus propios hijos al Mediterráneo.

Horas interminables en la piscina. Hasta que no quedara un solo juguete que meter en el agua. Hasta que los dedos no pudieran arrugarse más. Y también el olor del cloro que le inundaba las fosas nasales. Y el olor del verano. De los rayos del sol que le impactaban en la espalda y le llegaban al corazón. Olores que le recordaban a algo que no conseguía ubicar en sus recuerdos.

Castillos de arena inmortalizados en fotografías que decorarían las paredes de su casa. Unas paredes que le traerían a ella el sonido de la brisa marina. Un cántico suave que sabe a helados, a pies descalzos y a sonrisas.

Sus momentos a solas bajo el agua del mar. El sabor salado, maravilloso, en su boca. El ruido de las motos de agua en su oído. La paz en su mente. La felicidad en cada parte de su cuerpo.

Ella sabrá hasta la eternidad que Mediterráneo es verano, es tiempo en familia, sol, calor, feria, mercadillo, desayunos en la terraza y una línea azul en el horizonte más bonita que cualquiera.

Ella olvidó que una vez escribió un libro sobre un mundo submarino. Pero todas las mañanas contempla el océano en cuanto se despierta. Sabe que hay algo. Pero ¿qué?