Esas personas que compran libros

Intento recordar las caras de los clientes que pasan por la librería, pero nunca se me ha dado bien. Me acuerdo de sus casos, los títulos que buscaban o si me comentaron que iban con prisa porque tenían que recoger a sus hijos, pero no sabría reconocerles en una foto. Es una pena, porque puede parecer desinterés, pero no, de verdad. De hecho, a algunos me gustaría haber tenido la oportunidad de conocerlos más. Es como cuando veo un tráiler en el cine y pienso ¡esa película la quiero ver!, pero en cuanto salgo he olvidado cuál era. Supongo que a ellos les pasará igual conmigo, que llegarán, se irán y me borrarán de su memoria, incluso los que me devuelven la sonrisa o se quedan un rato a charlar, a veces riéndose y haciendo el tonto, como aquel que me preguntó de quién eran las iniciales VV.AA., que al parecer había escrito tantos libros. Una tontería, pero oye, nos arranca una carcajada que sólo es un tres por ciento cortés y otro poco diversión y otro agradecimiento por hacer el día un poco más agradable.

El mejor tipo de cliente es el que viene con una historia y me permite participar en ella. Por ejemplo, aquella señora que necesitaba a toda costa ese libro infantil favorito de su nieta. A la niña, apenas un bebé, se le había roto su ejemplar y estaba muy disgustada. No sé qué me parece más entrañable; si que una chiquilla tan pequeña le tenga tanto cariño a un cuento o que su abuela revuelva cielo y tierra para conseguirle una copia. (Yo colaboré en la búsqueda; el libro fue encontrado y entregado a la joven lectora.) También me agradan los adolescentes que llegan tan poco convencidos y me piden algo que no sea «muy rollo» porque su profesor les ha dicho que elijan una lectura. Luego se dejan entusiasmar cuando les hago una recomendación, una de esas sinceras y fervientes, de novelas que yo mismo he leído y sé que habría disfrutado de joven, como las que escribe Becky Albertalli.

Los hay también sorprendentes. Como la niña que me llamó por teléfono preguntando por un libro de texto y finalmente decidió pasarse por la librería para ojear ella misma algunos ejemplares. En un perfecto equilibrio entre infancia y gravedad, se colocó bajo el brazo el tomo de colores brillantes y muchos dibujos que le ofrecí, examinó durante un largo rato los métodos de aprendizaje que teníamos expuestos y revisó con especial interés los de adultos (uno de los cuales se llevó). O el escritor que venía muy apurado a comprar su propio libro, porque se había comprometido a regalarlo a un amigo y no le quedaban ya ejemplares de cortesía. O la anciana que quería un libro que fuese original, y tuviese una trama que incluyera un misterio y un asesinato, y que además fuese divertido (se llevó Las ovejas de Glennkill).

Y, por supuesto, están los clientes silenciosos, esos que según entran uno sabe que son lectores, lectores de los de verdad, de los empedernidos. Clientes que no hacen ningún ruido, te saludan con una sonrisa y luego se pasan largos ratos mirando las estanterías, sin preguntar nada, porque saben ya dónde está todo o porque disfrutan buscando, leyendo tomos y contraportadas; a veces hablando en voz baja cuando vienen en grupos, comparando autores, comparando títulos. E igual de silenciosamente que vinieron, se van, con un volumen o dos en las manos, y se despiden con la misma sonrisa satisfecha. Mientras están aquí noto una placidez en el ambiente, una compañía tranquila en un universo de letras.