Final de las grullas de Hokkaido

Leandro volvió a ser Ojiisan por unos momentos y trató de concentrarse en la superficie blanquecina de la laguna y en sus alrededores desolados. Acusó una gran opresión en el pecho al decirse que no volvería a ver a Reiko, al pensar que acaso ella ni siquiera lo recordaría. Sintió que se abría una puerta en su cerebro, en el observatorio de su vida, por donde no entraría jamás la muchacha de 20 años cuya voz y cuyos ojos rasgados le habían sido tan prodigiosamente sustraídos. ¿Era posible que ella viniera todavía a buscarlo? ¿Sería posible que no hubiera olvidado aquel atardecer de las raudas avefrías, aquella magnífica nevada y el fuego que la esperaba siempre, aquellas conversaciones medio absurdas y aquellas risas?

Ya estaba casi anocheciendo y de nuevo las grullas grises no vendrían. Ojiisan se repitió las palabras que una vez le había dicho a la niña sobre la fascinación de la presencia y la maravilla comparable de la ausencia. Ahora era él quien tenía que llenar el espacio que Reiko no ocupaba, era él quien tenía que sustituir su lejanía, él quien tenía que saber contemplar el anochecer quimérico que caía sobre la laguna. Ya apenas se veía y los patos y los ánsares iban desistiendo de sus silbos y ronquidos. Leandro debería colocar un bando de aves sobre la ausencia de Reiko, un bando salvaje sin exhibiciones ni espectadores, pero ya era demasiado tarde para todo. Ni siquiera nevaba ni pasaban las avefrías. El fuego en la chimenea de la casa se habría apagado. El hombre experimentó al menos el frío creciente de la oscuridad exterior y una punzada de pánico invadiéndolo desde un sueño infantil. Ya no pensaba en los pájaros, cuando la idea de la muerte se introdujo en su cerebro y en su deseo más puro. No estaría mal morir acodado a aquella tronera sobre la laguna esteparia. En ello habría una consecuencia sencilla, un fiel y definitivo símbolo de amor. Por otro lado, ¿quién le aseguraba a él que Reiko vivía? ¿No habría desaparecido, por ejemplo, en el terremoto de Fukushima?

Leandro tuvo que considerar sin embargo que tampoco la muerte lo visitara en esa liquidación de la tarde. Se encontraba bien, hasta con una sensación de firmeza gratuita que conectaba con algún eco lejano de la felicidad. Se decidió a salir del observatorio para que no se le hiciera de noche en el camino de vuelta, se alzó de la cabeza la gorra berlinesa y tornó a encajársela. Notó el relente que auguraba una indudable helada para dentro de unas pocas horas y se recolocó la bufanda en torno al cuello. Entonces aparecieron las grullas. Irrumpieron por detrás del observatorio, un poco desde la izquierda, y cuando empezó a oírse su kruu-kruu encadenado ya estaban encima. El hombre las vio cruzar a pocos metros, quizá más cerca que nunca, descubriendo en las cabezas de unas cuantas siluetas penumbrosas los puntos brillantes de los ojos. Su arribada en tres o cuatro bandos escalonados producía una impresión sobrecogedora, parecía una inauguración cósmica. “Aquí estamos nosotras”, decían. “Venimos cuando queremos, a la hora que sea, a esta laguna o a cualquier otra”. Descendían planeando y se perdían al fondo casi invisible del agua. Se oían sus alas, el roce de sus picos y plumas en el aire. Graznaban “Reiko” en el pecho de Ojiisan, mientras él divisaba, por encima de los pinos ya ocultos en la noche, las cumbres nevadas del monte Fuji y sus laderas azules, por donde subía la bruma.

En ese instante un coche debió de trazar una curva en la carretera próxima y la luz larga de sus faros barrió el campo del observatorio. Iluminó brevemente muchos de los cuerpos volantes de las zancudas y los convirtió en blancos. Entonces ya nadie los estaba contemplando, pero el fenómeno de la luz proyectada hubiera podido verse como una transmutación fugaz. Las grullas grises, las grus grus esteparias, dejaron de serlo por unos segundos y se convirtieron en grus japonensis o de Manchuria. La laguna castellana fue una extensión del río Kushiro. Una dimensión prolongada de la perplejidad y el sentimiento, que por fin acogía, entre juncos y espinos, la presencia tan esperada de las grullas de Hokkaido.