Interrail

Un día el padre de Débora la sorprende preparando su mochila. La chica está sentada en el suelo de su habitación metiendo sus botas Dr. Martens a presión y le sonríe como un angelito adorable. En el tocador hay una foto en blanco y negro de Björk con Sjón y los Sugarcubes y otra de su hermana; en el tocadiscos suena un vinilo de Blur y hay varios libros preparados al pie de la estantería. Aquí no hay cuadros comprados en IKEA. Jimmy, que tenía solo la cabeza asomada, abre la puerta completamente, da unos pasos, se sienta a su lado y acaricia su pelo rubio.

—¿A dónde vas ahora, muchacha?

Ella le explica que ha comprado un billete de tren con sus ahorros y va a viajar sola por Europa (tiene veinte años).

—Ah, ¿sí? —Se le abren los ojos y alza las cejas—. ¿Durante cuánto tiempo?

—Un mes.

—Oh, vaya, son muchos días fuera de casa —dice él mesándose la barba con preocupación. Es natural, después de lo que le sucedió a su hermana.

—Pero he trabajado, estudiado y aprobado todas las asignaturas de la universidad otra vez. —El padre asiente intentando mostrar conformidad—. Además, ya sabes que un ángel me protege.

Él suspira y baja los párpados. Debe tomar una decisión rápidamente.

—Claro, hija, ya eres mayorcita; pero prométeme que, al mínimo percance, me llamarás, y me avisarás, al menos con un emoticono, cada vez que cambies de alojamiento, ¿trato hecho? —Esta le parece la decisión más decente posible. Es una chica muy precoz y siempre ha intentado ser justo con ella, aunque él no tenga la conciencia muy tranquila que digamos. Está claro que, si supiera lo que hizo, jamás lo perdonaría.

Tras la repentina muerte de su esposa, seis años atrás, Jimmy perdió el norte. Si no se hubiera cambiado de casa y casado con otra mujer, se habría echado a la bebida o al juego (había llegado al extremo de jugar a la ruleta rusa para saldar sus deudas). Todos los golpes llegaron juntos (como siempre): primero, fallecieron sus padres octogenarios en un accidente de tráfico (ya es mala suerte, iban en un taxi en plena ciudad), luego su hija mayor y, al año, su amada (apareció ahogada en el mar). Le costó mucho asimilarlo, de hecho, todavía se despierta por las noches sudando y gimiendo.

***

El primer día el tren cruza la frontera y deja escapar la bocina largamente. Débora, con su pequeña cabeza apoyada en la ventana, ve el cartel que anuncia «France» y, entre traqueteos, siente que la determinación mostrada ante su padre se esfuma como el humo de la chimenea. Lo peor es que la ruptura con Jon la ha desequilibrado y eso que sabía que la iba a cagar. Ella que se creía tan segura de sí misma, tan independiente, tan rebelde, y ahora se encuentra huyendo en el expreso de medianoche. Probablemente porque no se lo esperaba. «Jolín, qué frustrante, qué rabia». Se acaricia su nuca rapada y se pasa el flequillo de un lado a otro de su frente alta.

Cae el telón de la noche, suena Chopin por el hilo musical, oye murmullos en otro idioma… En la primera estación, dos gendarmes están esposando a un muchacho de rasgos caucásicos. «¡Racistas!», piensa. A pesar de deprimirse un poco, sabe que al principio, lo desconocido siempre infunde respeto; hay que pasar el aturdimiento inicial, como si fuese la atmósfera de un nuevo planeta, para empezar a disfrutar de las aventuras reservadas a los más intrépidos. «Si te conformas con lo que tienes, estás retrocediendo, muchacha, el mundo no para de avanzar», se consuela.

Se acuerda con cariño de su hermana Sonia. Débora era una niña flaca, con gafas y aparatos de ortodoncia, pero cuando estaba con su hermana mayor, no se sentía vulnerable para nada. Con ella podía ir a cualquier parte. Le viene a la memoria el día que sus padres celebraron su cumpleaños en casa e invitaron a sus amiguitas. Le regalaron un karaoke portátil. Débora cantó la primera, Me colé en una fiesta de Mecano, y sus compañeras la observaban atónitas. Cuando acabó, se quedaron en silencio, estaban a punto de echarse a reír, pero Sonia se levantó y se puso a aplaudir en el momento preciso. Las niñas la imitaron mecánicamente. Tenía diez años, pero se acuerda. La echa de menos. Qué sensación más extraña es la añoranza, una mezcla de frustración y pena a la vez. «Te gustaría volver a ver a ese ser, sin embargo, no puedes, te está vetado». 

Ahora está muerta. Parece increíble. Es que no le dio tiempo ni de darle un beso de despedida. La cortinilla la pilló por sorpresa. La vida es así de traicionera. ¿Por qué se suicidó de repente y sin explicación? Se quito la vida en el Bosque Aokigahara, junto al monte Fuji o, al menos, la encontraron allí. El cadáver, colgado de un árbol, estaba en tal estado de descomposición que la tuvieron que enterrar en Japón. «Oh, qué desgracia». Le duele solo de recordarlo. Su muerte la cambió muchísimo (no pasó por alto a sus familiares y amigos); pasó de ser una niña dócil e inocente a una chica rebelde y provocadora. La vida le quitó la venda de los ojos, pero, aunque parezca mentira, desde entonces, las cosas empezaron a irle mejor, la gente comenzó a respetarla y admirarla. «Chica, si eres demasiada buena, te toman por tonta; en cambio, si les metes caña, te piden más. ¿Cómo se entiende eso?». Se tapa la cara para que los extraños del tren no la vean llorar. Algún día se enterará de lo que pasó. «Prometo investigarlo, hermanita».

A media noche los pasajeros con rumbo a París deben cambiar de tren. Débora entra en el nuevo vagón y se sienta junto a un tipo de unos ochenta años con verrugas en las manos que mira el andén con desinterés. Se siente tentada de cambiar de asiento, pero teme herir sus sentimientos, pobrecito, y se queda. Poco más tarde el hombre, de una palidez extrema, se queda dormido. Durante el trayecto emite sonidos guturales, sus dientes castañean como una calavera, babea… La chica busca con la vista otro asiento para cambiarse, no obstante, ya es demasiado tarde. El vagón está en penumbra —se ve solo el destello de alguna pantalla móvil o lámpara de lectura—, pero la mayoría de pasajeros duerme y ronca. Córcholis, el pasillo central es un aserradero. Débora da un codazo a su vecino sin pensarlo. Al instante se arrepiente. «Oh, tal vez le he golpeado demasiado fuerte». Sin embargo, no se despierta. Al contrario, se apacigua y deja de emitir silbidos extraños. La chica se deja mecer por el tren, por un sueño en forma de espiral. Luego, cuando está a punto de dormirse, la cabeza del tipo cae sobre su hombro como una sandía. «¡Madre, qué susto!». Huele a saliva y a sudor frío. Débora da un grito e intenta apartarlo, pero se derrumba completamente sobre ella. La chica se levanta despavorida y el tipo queda tumbado con la cabeza fuera del asiento. Un pasajero que se identifica como médico examina al hombre y constata que está muerto.

Las luces del vagón se encienden. La gente despierta despeinada, legañosa y horrorizada. Alarma. ¡Hay un cadáver a bordo! Débora está de pie tapándose la cara, viste unos vaqueros y sus zapatillas blancas. Una horda de curiosos la rodea, no paran de preguntar qué ha pasado.

El tren silba y se detiene en el pueblo siguiente. Se oye una sirena y, en la oscuridad, giran luces naranjas y azules. Llueve a mares. El andén está abarrotado. Suben dos enfermeros con una camilla y un policía. Débora está devastada. ¿Lo mató ella con el codazo? Tal vez estaba sufriendo y le cortó la respiración.

Cuando la dejan sola en el vagón restaurante frente a una tila, llora y le tiemblan las manos. Necesitaba un poco de silencio. ¿Llora solo por el anciano? Qué va, llora porque Jon la dejó plantada, el anciano era solo una excusa. A pesar de lo sucedido, no va a llamar a su padre, la tentaría con regresar al hogar y no quiere cancelar sus planes. Ella es una chica muy fuerte, está en estado de shock, eso es todo. «Me repondré».