Isla desierta

La brisa remueve sus rizos color caoba suavemente. Está mirando al horizonte sin fijar la vista en nada. Es algo que siempre me ha llamado la atención, sabe disfrutar de la visión general de las cosas, no necesita centrar el punto en nada. 

–¿Qué te llevarías a una isla desierta? –Como siempre, rompe el silencio haciéndome bajar a la tierra. Su pregunta me deja sin palabras, por lo que palpo mi pantalón y digo lo primero que encuentro.

–Mi teléfono móvil –es la peor respuesta que podría darle y me doy cuenta antes de pronunciarlo–. Hoy en día, podemos tenerlo todo en un simple móvil –intento arreglarlo sin éxito.

–Vaya, qué curioso.

–¿Qué te parece curioso?

–Jamás tomaría esa decisión.

–¿Ah, sí? ¿Y qué te llevarías tu? –No tarda mucho en contestar, al parecer tenía la respuesta pensada.

–Todo.

–¿Cómo que todo? Eso no es una respuesta.

–¿Cuántas cosas te he dicho que puedes llevarte? –Me pongo a pensar y, como siempre, tiene razón.

–No has dicho número…

–Tú mismo te has puesto un límite. ¿Por qué nos empeñamos en ponernos límites nosotros mismos? De hecho, me apuesto lo que sea a que cuando te he dicho isla desierta has pensado en una pequeña porción de tierra. Pero nadie ha dicho que no pueda ser tan grande como este país.

–No se adónde quieres llegar…

–¿No te das cuenta de que no nos dejamos disfrutar? Estamos siempre tan obsesionados con tener éxito y hacer lo que se espera que hagamos que no nos paramos a coger aire. Nos pasamos la vida contentando y escuchando a los demás y no escuchamos a la persona más importante.

–¿Hablas de religión? –Me encanta picarle y, a juzgar por el gesto de su cara, diría que lo he conseguido.

–Hablo de ti, idiota. Y de mí. Y de todos nosotros. Cuando uno habla consigo mismo le tachamos de loco, pero ahora te pregunto yo a ti. ¿Con quién pasas más tiempo a lo largo del día?

–Contigo…

–No me vaciles, por favor. Tómatelo en serio.

–Vale, supongo que quieres que responda que conmigo mismo.

–Exacto. ¿Cuánto hace que no te paras a escucharte? –Mi silencio a su pregunta es la mejor respuesta que puedo darle–. En tu mundo, no hay nadie más importante que tú. ¿Si no te quieres a ti mismo, cómo demonios vas a querer a otra persona?

–¿De verdad has citado a RuPaul en una conversación como esta?

–Nunca dejaré de sorprenderte, es parte de mi encanto –al acabar de decir esto, me saca la lengua y me guiña un ojo.

Me acerco a él un poco más y le abrazo alrededor de la cintura, notando todo su cuerpo contra el mío. Acaricio su pecho y quiero apoyar mis labios en su cuello. Quiero no separarme nunca de él. Tiene razón, nos ponemos unos límites innecesarios. No nos permitimos soñar y volar. Nos enseñan desde niños a ser personas de bien, hombres hechos a sí mismos, que lo más importante es el éxito. Pero, ¿de qué sirve el éxito si no eres feliz?

–¿Sabes qué? Creo que después de lo que has dicho ya sé qué me llevaría a esa isla desierta.

–A ver, sorpréndeme –noto por su tono voz que le he descolocado.

–Nosotros. Todo lo que hemos vivido y todo lo que nos queda por vivir –nuestros corazones empiezan a latir más deprisa.

–¿Y si saliera mal? ¿Y si en unos años no nos podemos ni ver?

–Me da igual, no voy a ponerme límites. Me gusta lo que hemos vivido, lo que estamos viviendo y lo que nos queda por vivir. Porque, precisamente, es eso lo que nos hace ser nosotros –se gira lentamente y posa sus ojos en los míos.

–Te quiero. 

Y, en ese momento, todos los límites se van. Y me dejo sentir. Me siento. Nos siento. Y es increíble.