La carta

Querido Enrique:

Me imagino que te extrañarías al ver el paquete que te envié hace unos días, sobre todo cuando viste quién lo mandaba. Estoy segura de que aún te acordarás de Ismael; cuando éramos niños le hicimos la vida un infierno. Es imposible que te hayas olvidado de él. Era ese pelmazo que siempre quería estar con nosotros. Por supuesto, nunca le dejábamos participar en nuestros juegos, aunque solo fuese para hacerlo rabiar. A veces, le daba pena a alguno de nuestros padres y entonces nos obligaban a jugar con él. En venganza, le hacíamos las mayores crueldades. ¿Te acuerdas cuando lo tiramos desde la rama de la camelia que había plantado tu abuelo y que ya entonces llegaba al segundo piso de la casa? No sé cómo no se rompió un brazo. Sin embargo, el pesado no escarmentó. Siguió insistiendo.

Cuando llegó a la adolescencia se produjo en él algún tipo de transformación. Todo el mundo comentaba que parecía que alguna enfermedad extraña lo había trastornado interiormente. Empezó a pasear solo, se quedaba largas horas mirando por la ventana de su dormitorio a algún punto impreciso, palideció y su piel fue tomando un color amarillento verdoso. Fue, desde entonces, que los rumores comenzaron y que aún perduran hasta hoy día. Parece que al pobre le daba por leer filosofía.

Pero no creas, tonto no era. Yo me lo tuve que aguantar hasta que me fui a estudiar a Inglaterra. No era muchacho de darse por vencido con facilidad. Te lo aseguro. Así insistía, si no diariamente, en que saliera con él, que fuera su novia, que no le importaba que tuviera otro, que me amaría por el resto de sus días. A veces me hacía reír; otras, me parecía un pesado y lo maltrataba, aunque también tengo que reconocer que era halagador. A él parecía no importarle cómo lo trataba y continuó insistiendo hasta que un día, justo uno o dos días antes de marcharme a Londres, salí con él. Si te digo la verdad, ni me acuerdo mucho de aquel día. Creo que fuimos al cine, quizá nos dimos un beso. No lo recuerdo. Después, mantuvimos una especie de amistad. De vez en cuando me llegaba alguna carta de él, otras veces me llamaba por teléfono. Desde que regresé, venía a visitarme, bastante a menudo, hasta que un buen día no regresó más. Supe, por conocidos mutuos, que se había vuelto periodista, especializado en crímenes y casos de esos que podríamos denominar extraños. Cosa que me sorprendió porque era medio delicadillo. De vez en cuando leí alguno de sus artículos, más por curiosidad que por morbo: alguna fotografía de sus artículos me llamaba la atención, aunque por lo general no me atrae ese tipo de lectura. Después de un tiempo, ya no volví a saber de él. La verdad es que no volví a acordarme de él hasta que llegó ese paquete.

Dentro encontré unos manuscritos con una pequeña nota firmada por él. Decía —entre otras cosas de poca importancia, en las que relataba algunos episodios de nuestra infancia, que ahora él pensaba que habían sido claves para formar su personalidad— algo que aún hoy me desconcierta: «Te mando estas investigaciones ya que no son ni lo suficientemente extrañas ni lo suficientemente verídicas para ser publicadas. Te las dirijo a ti, que siempre fuiste leal a mi fe». Y la verdad es que no entiendo qué quiso decir con esto último. 

Por varios años he intentado localizarlo sin éxito. Dejó el periódico en donde trabajaba. Nadie pudo decirme si había encontrado otro trabajo. Todos me aseguraron que era un tipo raro, taciturno y callado que no daba muchos detalles de su vida. Como era hijo único y sus padres hace tiempo que han muerto pensé que, a falta de otros amigos, más tarde o más temprano, se sentiría solo y se pondría en contacto conmigo. Pero no ha sido así. 

Después de leer todo el manuscrito, lo volví a meter en la caja en la que había llegado y lo puse al lado de mi escritorio esperando que su dueño me llamase para devolvérselo. Hace cinco años de esto. He decidido mandártelo ahora porque, la verdad, eres el único editor que conozco. Además, no te voy a mentir, por alguna razón que no concibo, ese paquete me intraquilizaba, como si me recordara algo desagradable o alguna culpa no expiada. Así que, hace unos días, decidí que no podía quedarse ahí y pensé en ti.

Haz con él lo que quieras. Estoy segura de que, si Ismael vuelve, no me lo pedirá. Como siempre, actuará como si no hubiese sido él el que me lo mandó, sino alguna otra persona, al igual que cuando éramos niños y me mandaba flores.

Bueno, ya te conté toda la historia, a ver si tú también escribes. Te he escrito, te he llamado no sé cuántas veces y nada, no respondes.

Un beso,

Marisol