La conciencia de los perdidos

Arturo solo hacía unos meses que rondaba la calle Mayor de Lleida, un lugar lleno de tiendas, de vidas y de historias. Para la Guardia Urbana era otro mendigo más. Menudo y de aspecto bonachón, no se metía en líos. Habiendo pasado ya de los sesenta, no parecía importarle demasiado tener que depender de la caridad para vivir. Con una barba muy poblada, los ojos hinchados y el desgaste de la pobreza extrema, nadie hubiera reconocido al hombre que un día lo tenía todo y al otro estaba en el infierno. Nunca hay que olvidar que detrás de cada mendigo hay una persona, y detrás de esta, una historia que contar. Una vida anterior que en muchos casos no presagiaba aquel final. 

O aquel principio.

Al final del día, muchos mendigos se juntaban en la plaza de Santa Teresita para pasar la noche en uno de aquellos bancos de cemento, césped y una fuente estéril, al resguardo del aún frío mes de abril en la ciudad de Lleida. El único edificio que albergaba la plaza era una iglesia con el mismo nombre. Allí se reunían personas de diversos países y, aunque para ellos no había barreras étnicas, al final cada uno se iba con los suyos. 

En una de las esquinas, Marisol, algo más joven que Arturo, apagaba sus demonios al ritmo del Don Simón y con ella, el joven Tomás. Este, venido de Sevilla con solo treinta años y poco castigado aún, era el que acababa mandando en aquella estructura jerarquía ficticia que da ser el bizco en el país de los ciegos. Juventud y agresividad. No se sabía de qué huía el joven, porque allí todos escapaban de una vida cruel que les había llevado al agujero. 

Arturo se mantenía al margen de aquellas peleas nocturnas por un mejor sitio o por una manta. Al final acababan en algún cajero y Marisa solía acompañar al que le daba algo para calmar la sed. Le era igual raza y país. Ella ya había alcanzado el deshonroso rango de irrecuperable. Aquella noche, Tomás le estaba dando una paliza a un africano cuando un compatriota de este se le acercó por la espalda con un palo. Cuando estaba a punto de asestarle un batacazo, Arturo que no solía meterse en las riñas, fue más rápido y con un pedazo de tocho derribó al africano. Con un puñetazo en la jeta, Tomás acabó con el suyo al tiempo de ver que aquel viejo le acababa de salvar de una tunda o de algo peor. Si en aquel reino sin piedad te destronan puede que no te vuelvas a levantar.

Después de las presentaciones, Arturo se sentó en uno de aquellos bancos y Tomás hizo lo propio. 

—¿Por qué lo has hecho?

—No me gusta meterme en líos, pero dos contra uno me enseñaron de niño que no se vale. Aunque hace mucho de eso —suspiró con melancolía. 

Tomás le indicó que le acompañara y le invitó a cenar. Se metieron por una abertura en la valla de la Iglesia y allí, en un rincón apartado, el joven tenía sus provisiones. Cuando les robas a los demás lo poco que tienen eres la cabeza del león, estés en la situación que estés. Aquella noche, degustaron un poco de jamón serrano con pan Bimbo y unas cervezas. La mejor cena de Arturo en meses. La siguientes semanas, Tomás invitó regularmente a Arturo a su escondite que de vez en cuando también rondaba Marisa. La calle los juntó y al final se hicieron amigos. Un día, Arturo le preguntó lo que se preguntan todos. 

—¿Cómo has acabado en este lugar, en Lleida, como dicen aquí? No eres catalán y eres muy joven. 

—Tú tampoco eres catalán —sonrió—. Soy de Sevilla. 

—Yo soy mayor y lo perdí todo en la vida hace unos años. Nací en Córdoba, como sabrás por mi acento. 

Tomás medio sonrió y asintió. Le miró y vio que aquel hombre había sufrido como si hubiera vivido dos vidas. Eso es lo que les pasa a los que lo tiene todo y un buen día lo pierden. Él nunca había tenido mucho y, así, siempre pierdes menos. 

—¿A qué te dedicabas? —continuó preguntando el joven.

—Era empresario, pero me arruiné. Me quedé sin familia y acabé en la calle. ¿Y tú?

Tomás observó de nuevo a aquel hombre mientras bebía a morro una litrona y se sinceró. Quizá hacía tiempo que necesitaba hacerlo. 

—Yo no tenía oficio. Vivía de mis padres y de algún palo que dábamos. Éramos tres colegas y teníamos una amiga. Le dábamos algunos porros y hacíamos con ella lo que queríamos. Un día —dudó— digamos que a uno se le fue la mano con ella. Yo no —dijo rápidamente—. Estábamos en la casa con mi otro compadre cuando escuchamos gritos en la habitación, entramos los dos y vimos que mi amigo se lo pasaba bien con la chica. Nunca se quejaba, pero aquel día ella no paraba de chillar. No se calmaba, así que Ramos le tapó la boca con una almohada hasta que dejó de gritar. Y ya está, dejó de moverse sin más. Se murió. No sabíamos qué hacer, así que la tiramos en un camino y la quemamos. Fue un accidente y aquello nos arruinaba la vida. No sabíamos qué hacer.

—Me lo cuentas así. ¿Esto lo cuentas así a menudo?

—No. Tranquilo. Ya nos juzgaron. Pero no nos pudieron condenar, no había pruebas. Salimos absueltos y nos dijo el abogado que en España no nos pueden volver a juzgar por lo mismo. Así que es igual que lo cuente. 

—Entonces, ¿por qué te fuiste? 

—A mis amigos parece que no les acabó de sentar bien. La conciencia supongo. Se suicidaron al cabo de unos meses. Primero uno y luego otro. Ya ves. Luego mi madre me echó de casa y me iba para Francia cuando paré aquí hace unos meses. 

Tomás observó las arrugas que tenía su nuevo amigo y parecía que el viejo arrastraba más culpa que él. A Tomás, también lo lastraba algo en su alma rasgada que le llevaba a tener pesadillas por las noches. Su primer amigo en meses. Le invitó a irse a Francia con él, aunque no tenía ni idea de hablar francés ni qué iban a hacer allí.

Al final, no pudo cumplir su plan. 

Pocos días después, Tomás apareció colgado del cuello del campanario de la Iglesia de Santa Teresita. Finalmente había seguido el camino de sus otros amigos. La policía, después de una breve investigación, llegó a la conclusión de que la culpa a veces es más fuerte que las ganas de vivir. Arturo, desde aquella plaza, observaba el cuerpo de Tomás balanceándose al aire y no pudo reprimir una lágrima que cayó mejilla abajo. Pero la lágrima no era por Tomás sino por su propia alma. Simplemente dijo en voz alta: «Hija mía, ya puedes descansar en paz. Tu padre los ha matado a todos».