La vieja gasolinera

En la interestatal E11, a la altura del desvío que llevaba a Rasen, había una gasolinera que en su momento de máximo esplendor, hace unos quince años, llegó a tener restaurante e incluso tienda de regalos donde se vendían revistas, juguetes baratos y delicias locales. Quedaba algo oculta tras las pilas de tablones amontonados de la serrería. Hace algunos años, ese montón de madera acumulada que tapaba la gasolinera enfrentó a los propietarios de ambos negocios que se saldó sin acuerdo y derivó en una manifiesta enemistad que todavía perdura. Entonces, el propietario de la gasolinera, plantó un mástil del que colgó un gran cartel luminoso como reclamo de su establecimiento que se veía de una punta a otra del valle. Hubo quien protestó, pues aquel estridente anuncio rompía la estética de inmaculada postal alpina que los vecinos cuidaban con celo. La crisis también llegó a aquellas tierras y sus habitantes tuvieron que hacer frente a problemas mucho más acuciantes que un feo anuncio de neón.

En 2013, se inauguró el tramo de autovía que unía Brunico con Leinz, en Austria. Desde entonces, el tráfico en la interestatal E11 disminuyó considerablemente, relegando a la gasolinera en el desvío que lleva a Rasen a un mero dispensador de gasolina y cerveza.

La máquina de autolavado de coches murió en algún momento de 2015 sin que nadie la echara de menos. Sigue ahí plantada, como un monstruo dormido y oxidado de cuyas junturas brotan ramitas en primavera. Los columpios, tras el pequeño edificio, están medio caídos y cubiertos de una capa de óxido cuarteado que se mezcla con los líquenes crecientes. Nadie, ni los adolescentes aburridos que se escondía ahí a fumar porros, los visitan ya. Uno de los surtidores no funciona y en la tienda solo venden productos refrigerados, viejas revistas porno y donuts resecos. Pero la peor parte se la llevan los baños. El desagüe está obturado y el agua rezuma desde las tuberías. El nuevo propietario, un grupo sueco de inversión que pujó por ella como parte de un lote de más de 50 establecimientos de carretera, no tiene intención de hacer mejora alguna, pues el negocio rinde por debajo del promedio del conjunto. Así que, la gasolinera en la interestatal E11 a la altura del desvío de Rasen tras la montaña de tablones, languidece y se deteriora inexorablemente.

Aquella noche, el empleado nocturno encontró las letrinas en un estado deplorable. El suelo estaba encharcado y expelía un tufo indescriptible a pesar de que la temperatura había descendido considerablemente. Los del turno de día deberían haber limpiado los servicios en dos ocasiones, como mandaba el reglamento, pero era evidente que ni se había acercado. El empleado nocturno sabía por experiencia que no merecía la pena ni quejarse siquiera; no servía de nada. Se calzó las botas de goma y, antes de armarse con la fregona y el líquido desinfectante, hizo un par de fotos con el móvil, como recuerdo. Esa tarea era, por motivos obvios, la más repugnante de todas, así que prefería quitársela de encima lo antes posible. Le llevó más tiempo del previsto, pues tenía que interrumpir su labor cada dos por tres para atender los pocos clientes que venían a abastecerse, pero al final consiguió adecentar aquellos servicios de manera que tuvieran un aspecto pasable. Luego se dedicó a cambiar un par de fluorescentes fundidos y cargar la máquina de tabaco. El olor a mierda tardaría todavía un buen rato en desaparecer de sus fosas nasales, pero íntimamente se permitió sentir algo de orgullo profesional.  

Unos chavales alborotadores se llevaron un barril de cerveza y pizzas congeladas y a las 20.10 se detuvo puntualmente el autobús de línea que cubría la ruta nocturna entre Venecia y Munich. El empleado estuvo cobrando cafés, sándwiches fríos, botellines de agua y tabaco. Poco antes de las diez procedió a reponer los neveras cuando apareció la encargada.

–¡Joder! ¿Todavía estás así? –preguntó mirando el refrigerador a medio llenar–. ¡Las cervezas! ¡Las cervezas y los refrescos son lo prioritario! ¡Es lo que da dinero, hostias! Te lo he explicado mil veces. ¡Qué jodida obsesión tienes con el water ese! ¡El lavabo no da pasta, ostias! Lo tenemos porque nos obliga la puta ley. Pero por mí como si fueran a cagar a una zanja ahí en medio del campo, ¿entiendes? ¡Esto! ¡Esto es lo prioritario! –dijo golpeando el armatoste.

La mujer caminó con energía hacia el mostrador donde estaba la caja registradora. Llevaba un vestido barato con falda por encima de la rodilla que dejaba al aire parte de sus rollizos muslos. 

–¡Qué ganas tengo de que se te acabe el puto contrato y perderte de vista, de verdad! –dijo con rabia–. Iré a celebrarlo. A celebrarlo a lo grande. 

El empleado ni replicó. Siguió arrodillado, llenando la nevera con botellas y latas que no se agotarían ni que estuviera una semana sin reponer. Le importaban un pimiento la sarta de chorradas e improperios que la mujer lanzaba, de hecho ni los oía ya. Lo que realmente le molestaba era su voz de pito. La encargada tenía un timbre agudo que taladraba sus tímpanos e interfería en sus procesos mentales sin dejarle pensar con claridad. Menos mal que se había largado al otro lado de la tienda a recoger la recaudación del día y solo le llegaba el murmullo amortiguado de sus quejas. 

Un cliente tardío entró en el establecimiento. Estuvo dando vueltas, como si aquello fuera un bazar. Parecía dubitativo. Pilló un par de revistas al azar. Se acercó al mostrador.

–Esto y la gasolina, ¿no? –preguntó la encargada con desgana–. Cincuenta y tres con veinte
–informó. 

El joven respondió algo que el empleado no llegó a entender, tampoco prestaba atención. La encargada empezó a vociferar, lo cual no era nada nuevo, pero en esta ocasión sonaba apremiante. El empleado se incorporó. Tardó algunos segundos en comprender que la mujer y el joven forcejeaban. Un atraco. Visto desde varios metros de distancia la situación resultaba bastante cómica. Era como un tira y afloja de una película muda, algo coreografiado. Luchaban por controlar un arma. El joven lanzó miradas inquietas al empleado. Su intervención decantaría la balanza decisivamente. De pronto, la pistola salió volando por los aires, cayó al suelo como un juguete pesado y resbaló por el pasillo para acabar a sus pies. Los contrincantes esperaron su reacción. El empleado se agachó y tomó el arma con soltura. 

–¡Dispara! ¡Dispara! –ordenó su jefa, fuera de sí, con voz más estridente que nunca.

El muchacho miraba aterrado. El empleado no dudó. Levantó el arma y apretó el gatillo. Pero nada sucedió. Comprendió entonces que tenía el seguro puesto, como ocurría en las películas de gansters. Se acercó la pistola a la cara. Buscó el pestillo a ambos lados de la misma. Su jefa y el ladrón lo miraban desconcertados.

–¡Venga, joder! –apremió ella con ira. 

Por fin el empleado dió con el pasador. Lo deslizó, liberando el gatillo. Volvió a levantar el arma. Disparó dos veces. Dos estruendos ensordecedores resonaron en todo el valle. Los proyectiles impactaron en su pecho, perforando la ropa, la piel, los músculos y huesos para quedar incrustados en alguna parte de su organismo. El ladrón tenía los ojos cerrados y la cara congestionada. Tras el leve pitido que dejó la detonación en sus tímpanos, sobrevino un silencio atroz. El zumbido de las neveras se escuchaba con fuerza y la respiración de ambos era intensa, como si hubieran corrido una maratón. La jefa se desplomó sobre el mostrador. Su enorme barriga de embarazada quedó apoyada en el cajón abierto de la caja registradora. Un reguero de sangre espesa resbaló por sus piernas y en cuestión de instantes formó un charco viscoso a sus pies. Ni sabía que había muerto. 

El ladrón tenía los ojos desmesuradamente abiertos, aterrado.

–Largo –dijo el empleado–. ¡Lárgate! ¡Ya!

Bajo el mostrador había un interruptor conectado a la comisaría de Olang. Con toda probabilidad la encargada lo había accionado.

El ladrón salió de la gasolinera. Andaba con torpeza, como si estuviera ebrio. Las puertas automáticas se abrieron al percibir su presencia y una voz pregrabada agradeció su visita.

El empleado miró alrededor solo una vez. Nada parecía fuera de sitio a excepción de la patética figura de la encargada apoyada sobre la caja registradora. Resultaba un auténtico alivio no escuchar su voz chillona. Si no fuera por el charco de sangre alrededor de sus deportivas y sus ojos desmesuradamente abiertos, se diría que estaba echando una cabezadita sobre el mostrador tras una jornada agotadora. Rodeó su cuerpo para acceder al transistor oculto bajo el tablero y puso la radio. Sonó We will rock you de Queen en altavoz. Le gustaba esa canción. Prestó atención a las cámaras de seguridad sujetas al techo. Decidió que no merecía la pena hacer nada al respecto. Cruzó la tienda. Se arrodilló frente a la nevera y reanudó la labor que la llegada del ladrón había interrumpido. Cuando estaba a punto de acabar, escuchó el rumor de un coche que se acercaba desde Monguelfo a toda velocidad. A la altura de la gasolinera el auto realizó un giro brusco, entró en el recinto y se detuvo frente a la tienda. El empleado se incorporó con curiosidad. A través de la pared acristalada vio que se trataba de algún tipo de deportivo azul metalizado. El ladrón se apeó del auto y a la carrera se acercó a la tienda. 

–La pipa –dijo apenas.

El empleado tuvo que recordar qué había sido de ella. La había dejado a su lado al empezar a cargar de nuevo las neveras. El ruido del motor en marcha se escuchaba a través de los vidrios. El muchacho se acercó, se agachó y tomó la pistola. Luego fue al mostrador de nuevo mientras se ajustaba el arma al cinto. Empujó el cuerpo de la mujer que cayó al suelo como si fuera un saco de patatas. Procurando no pisar el charco de sangre, vació la caja registradora. Luego abrió el bolso y sacó el dinero en efectivo que llevaba la mujer en su cartera tras lo cual abandonó de la tienda. «Muchas gracias por su visita», repitió la voz grabada. De fondo se escuchó la sirena de un coche patrulla que se acercaba por la variante del suroeste. El ladrón se detuvo sobre sus pasos. Con cara de fastidio se asomó de nuevo al establecimiento. 

–¿Qué vas a hacer? –preguntó. 

La sirena de la policía sonaba apremiante. El empleado se encogió de hombros. 

–Vamos –dijo el chico. 

El empleado ni recordaba la última vez que alguien había contado con él. Corrió tras el muchacho. Hacía frío y él había dejado su chaqueta sobre el respaldo de la silla tras el mostrador, pero no había tiempo de recuperarla. El auto era un BMW tan potente como ostentoso. Introdujo las piernas en el asiento del copiloto no sin cierta dificultad debido a su envergadura. El coche arrancó con un derrape de película en el momento que la policía hacía acto de presencia en la gasolinera. Huían. A través del cristal de la ventanilla vio el cielo inmenso. Los millones de estrellas allí arriba convertían sus problemas en minucias.

Tras el suceso la gasolinera cerró definitivamente. Lo único que continuó en funcionamiento fueron algunas letras de aquel antiguo anuncio de neón de antaño que tilitaban inseguras al caer la noche y que se fueron apagando hasta desaparecer del todo. Así fue cómo la gasolinera en la interestatal E11 a la altura del cruce de Rasen murió para siempre. Con el tiempo, el lugar se convirtió en refugio de vagabundos y gente sin hogar las frías noches del invierno tirolés. Al empleado le hubiera gustado saberlo.