Me voy

Mientras cierro esta caja de cartón que está arrugada por todas partes como si se hubiera mojado, secado, mojado y vuelto a secar, me doy cuenta de que es la última. Levanto la mirada. Estoy agachada, a la altura justa de sus ojos que me miran desde la esquina de la pared del pasillo donde lleva durmiendo los últimos meses, sus primeros meses. Tiene la cabeza apoyada en las patas y su ceño está arrugado. Creo que desconfía de mis cajas, de cada uno de mis movimientos y hasta de mi mirada que tantas otras veces se ha entendido con la suya. Como la nuestra. Hace tanto tiempo que no nos miramos, hace tanto tiempo que aunque nos miramos no nos vemos que ya no recuerdo la última vez que me descubrí en tu pupila. Tampoco recuerdo cómo rozaba tus arrugas con mis dedos, tus arrugas y esos párpados tan suaves y ligeros que siempre me enternecen porque parece que se han arrugado por culpa del sol, pero más por tu cabezonería cada vez que te digo que te pongas las gafas mientras navegas en el velero de tu padre y tú ni me miras, ni me escuchas y, si por cualquier razón lo haces, no quieres oírlo y haces como si no hubiera dicho nada. Ya no te diré más veces que te pongas las gafas, no susurraré que un poco de crema solar no te iría nada mal cuando te subes la cremallera del neopreno y sonríes porque vuelves a reencontrarte con el mar, no volveré a acariciarte la nuca mientras conduces, mientras sujetas el volante con una mano y me dices que esa carretera es una maravilla, que la observe. Ya no volveré a pensar que a veces eres un aburrido cuando no hablas, cuando te callas, cuando te vas aunque estés y te olvidas de que estoy aunque no me haya ido. No volveré a pensarlo, pero sé que me ahogaré en la nostalgia imaginándote justo así, justo en ese estado tan tuyo que me hizo ir detrás de ti. No podré rozar tus pies ni reírme cada vez que me doy cuenta de que tu empeine mide exactamente lo mismo que mi planta del pie como si alguien nos hubiera hecho así aposta, a medida para que no podamos separarnos ni aunque un día quisiéramos. Tal vez un día como hoy. Cojo el celo y tiro de él. Lo coloco en una de las esquinas de las cajas, paso la mano por encima y vuelvo a tirar. El ruido hace que se levante. Se acerca marcando sus pasos en el parqué sin darse cuenta. Creo que me acordaré de ese ruido siempre. Al llegar a mi lado pone su hocico en mi hombro, se apoya y se queda quieto. Me doy por vencida. Me siento en el suelo, apoyo la espalda contra la pared y paso mis brazos por sus costillas. Él se hace una bolita, se tumba entre mis piernas, pero se vuelve a levantar. Está sentado como cuando empezó a sentarse hace unos meses, ¿te acuerdas? Muy recto, con las patas estiradas y el cuello extendido. A veces se parece demasiado a ti. Me mira fijamente como si quisiera preguntarme algo, como si tuviera algo que decir. No lo hace ni lo hará. Paso mi mano entre sus orejas y también se rinde. Lame las lágrimas que caen por mis mejillas. Me lame toda la cara con cuidado, despacio y vuelve a parecerse a ti. Mi lado del armario está vacío. Las perchas se mueven ligeras y quiero pararlas, quiero que se queden quietas, que no me miren ni me cuestionen ni estén cerca de las tuyas que no puedo ver porque siguen tus abrigos a los que tantos inviernos me abracé. No quiero ver los cojines del salón que cada día quitábamos para caber en ese sofá enano que nos obligó a querernos más. Ni la nevera que sigue con las fotos de Berlín, con las notas rutinarias que precisamente cuidaron la rutina, ni la lista de la compra que sigue allí como diciéndome que todavía quedan cosas por hacer. No quiero ver tus llaves colgadas cerca de la puerta porque parece que estás cerca, que no te has ido, que no estás lejos. Me abrazo más a él. Me tumbo a su lado y le arrastro hasta que está contra mi tripa. Pone su cabeza en mi cuello. Su calor también se parece al tuyo. Me calma, me abriga, me llena de paz, de quietud. Quiero quedarme así. Quiero quedarme tumbada aquí sin irme a ningún sitio, sin cerrar cajas ni quitar nuestras fotos de los sitios que elegí yo porque a ti te daba igual si estaban en un sitio o en otro con tal de verlas de vez en cuando, sin meter tus cartas en carpetas escondidas para no verlas más, sin guardar los libros que me dedicaste con palabras escuetas llenas de amor, sin romper los contratos que custodian nuestros nombres, firmas y nuestras ilusiones que no sé a dónde se fueron ni si volverán. Quiero quedarme aquí tumbada y que pase el tiempo, que solucione mis dudas sin que yo tenga que tomar decisiones que no quiero ni puedo ni sé tomar. Ojalá vuelvas, te tumbes aquí con nosotros, nos pases tus brazos por encima y nos agarres fuerte, te quedes cerca, para siempre. Ojalá borres los gritos, las preguntas, las dudas, lo que nos separa aunque no queramos y que no nos atormenten nuestras diferencias. Pero no estás ni estarás. O sí. Se levanta rápido, sale de la habitación y veo que camina hasta la puerta. Alarga el cuello hasta colocar su hocico en la línea que separa lo que ha sido nuestro hogar del mundo al que me tengo que enfrentar. Se mueve de un lado al otro, me mira, vuelve a mirar a la puerta y espera impaciente. Los mismos movimientos que ha hecho siempre que estabas entrando en el portal. Y puede que seas tú. Puede que estás girando esa llave que nos dio aquel comercial torpe del que nos reímos a escondidas cuando llegamos a ver este piso que fue nuestra casa y ahora ya no sé qué es. A lo mejor estás entrando con la bici en la mano, puede que aguantes la puerta con la punta del pie mientras entras con esa destreza tan tuya. Ya no volveré a mirarte así, no podré observarte, no podré sentarme en el sofá descalza mientras pelas patatas, silbas y me dices que acepte que tu tortilla es mejor que ninguna que haya probado jamás. No volveré a mirarte a través de las cortinas cuando te sientas en la terraza a fumar, cuando tienes el cigarro entre el índice y el corazón y apoyas el pulgar en tu barbilla. Vuelve, se aguanta con sus cuatro patas y se queda en el marco de la puerta. Me mira de nuevo. Me mira y casi puedo ver todas esas preguntas que no puede hacerme, esos monstruos debajo de la cama, aquellos que se esconden en el armario y se asoman sigilosamente cuando la luz se va. Me mira y parece que va a hacerlo, que va a abrir ese morro con bigotes, que va a mover esos espaguetis tirantes que muchas veces me han hecho cosquillas. Parece que va a susurrar en un hilo de voz entrecortada que dónde estás, que qué pasa, que si vas a volver. Pero se parece tanto a ti. Se parece tanto a ti que sé que por mucho que quiera, por mucho que pudiera hacerlo aunque no pueda, no lo hará ni lo haría. Por eso, porque se parece a ti. Y si lo hiciera, si por alguna razón hablara, si por alguna razón rompiera el orden natural de las cosas, si por casualidad consiguiera hablar y me hiciera todas esas preguntas, si ablandara esas orejas, si al acercarse a mí me dijese que también lo siente, que le invaden los mismos miedos, que no encuentra el equilibrio, que le falta un trozo de sí mismo cuando no estamos ninguno de los dos. Si lo hiciera, tampoco tendría respuesta a todas sus preguntas. O sí. Quizá si lo hiciera, quizá si volvieras, si quizá yo supiera algo más de lo que sé y tú te abrieras más de lo que lo haces, quizá entonces podría quererte mejor, podríamos querernos bien. O no. Cojo las tijeras, las abro de par en par y con una de sus hojas rompo el celo que cubre las dos mitades de esa última caja.