Numen

Numen, de Isabel Garzo, ganó el primer premio en el XIII concurso de relato breve UNED Plasencia 2013.

Le dolió la primera tecla pulsada, una «u». Pero no lo reflejaron sus mejillas de porcelana ni su carmín intacto. Después vino otra, y otra más. Luego entró en la nube envolvente de su relato y ya no supo a qué tecla correspondía cada chasquido, porque el sonido de lluvia de la Olivetti se contrapeaba con las palabras amontonadas dentro de ella y con las que conseguían escapar de ahí y aferrarse al papel. Se fundieron en un todo ella, sus ideas, la tinta, los sonidos, el olor del caldo de gallina que venía del piso de arriba. Puso un punto, cerró los ojos y dejó escapar el aire mientras el rojo antes fruncido se estiraba en una aliviada pequeña sonrisa. Empujó el rodillo una vez más, liberó así la hoja, la posó sobre la mesa.

Cuando por fin se levantó, estiró sus piernas blancas bajo la falda gris. A saber cuánto tiempo había pasado. Se plantó frente al perchero y dudó un instante, por cortesía, entre el cloché y el canotier, sabiendo en el fondo que ese día elegiría el segundo. Cogió también la capa corta color burdeos, por si acaso; aunque finalmente no la necesitaría. Se dirigió al café, pero no dejó de escribir mientras caminaba.

El café huele a humo y, claro, a café. La dama elige una mesa bañada por la luz adecuada. Después de hacer su pedido, enciende un cigarro con cuidado de no quemarse los guantes. El pianista ya estaba ahí cuando ella entró, pero la distancia entre ellos es tan perfecta, la proporción de mesas que les separan tan cuidada, la ligera elevación de la tarima sobre la altura a la que se encuentra ella tan adecuada, que le parece que todos esos elementos se acaban de recolocar en su honor. La historia va así: ella se prenda de él, o al revés. El café se va vaciando y las miradas cruzadas cada vez son más evidentes. Al finalizar, él dice algo inteligente y divertido y ella se entrega a una carcajada sin reservas, o al revés. Y todo empieza, tan bonito como pueda ser contado, porque los hechos no tienen nada que hacer cuando compiten con la forma en que son narrados. Tienen que resignarse a ella, tienen la batalla perdida de antemano. Los hechos pasan a ser solo el cuento que se desprende de ellos.

En el café, girada de tal forma que su amado nunca desapareciera de su campo de visión, la dama cogió la historia con las dos manos. La abrazó, la besó, la observó mientras la cambiaba de sitio. «Voy a hacer de ti el mejor cuento», le dijo. Se metieron la una en la otra, la dama en la historia y la historia en la dama. Fueron una.

Los nuevos amantes avanzan con ansiedad, con prisa por conocer todo del otro. Con indignación por no tenerlo ya conocido de antes. Él la levanta por el aire para acercarla un poco más a un cielo que en realidad ya está conquistado. Canta a su oído las palabras más bellas, y ella también canta (mal) y los dos ríen. Al final de otro día juntos, ella llega a casa exhausta por fuera y por dentro, cuelga su canotier o su cloché en el perchero de brazos sinuosos y sigue escribiendo su historia, igual que la ha escrito durante el día, en el café, junto al río, en el parque.

Un día de los de dedos entumecidos, la autora dirigió sus pasos una vez más al café, dispuesta a seguir construyendo su cuento, la historia más bella, tal y como la había soñado durante tantos años. Dispuesta al encuentro, a esculpir el rostro de él con sus palabras, a diseñar los gestos, los silencios, las sonrisas.

Él la ve y corre para encontrarse con su abrazo, pero no llega a alcanzarlo. Lo interceptan unas personas que venían buscando a quien respondiera a su nombre. Son tres, visten trajes oscuros y no parecen pertenecer a este cuento. Se lo llevan, rompiendo a su paso la música y los silencios, la armonía y los espacios perfectos entre las mesas.

La autora volvió corriendo a su casa. Se sentó en la pequeña mesa de madera, intentó abrir el cajón. La llave se atrancó, ella la giró con más desesperación. Al fin esta cedió, por tedio. Empezó a repasar las hojas desde el principio, desde aquella «u». Una vez revisadas, las iba dejando en la mesa; pero una se deslizó al suelo accidentalmente y después de ella ya ninguna fue a parar a la mesa. Pasó las hojas con rabia, con furia, con lágrimas en los ojos. Llegó al día del encuentro y retrocedió un par de páginas. Allí estaba.

La tarde en la que conocería a la escritora, antes de entrar al café, el pianista se topa con una escena violenta en el parque. Es héroe sin pretenderlo, muerto de miedo; es asesino horrorizado antes de darse cuenta de que lo es, llora mucho abrazado a una extraña. Las pistas grotescamente evidentes solo le dejan unas semanas de tregua, las suficientes para responder al cuento para el que está siendo reclamado, ya que no hay asesino más torpe que el involuntario. 

La autora rompió, entonces, esa escena en dos mitades, y luego en dos más. Rasgó los trozos en diagonal, y después en otro sentido distinto y anárquico, en el que pudo, porque las yemas de los dedos ya le dolían por forcejear con el impasible papel. Destrozó ese episodio letra por letra. Vio la tinta sucumbir a las llamas en su pequeña papelera de metal. Lo destruyó por completo. Releyó el relato y añadió un párrafo para enlazar lo anterior con lo siguiente, para que a su historia no se le vieran las ausencias ni las costuras. Quedó satisfecha.

Fue al café sin guion. Sola de verdad, por una vez. Deseó, con más fuerza que nunca, haber cambiado la historia. Su rostro pasó de la esperanza a la decepción al cruzar el umbral. Mientras el tintineo de un colgante situado encima de la puerta anunciaba su llegada al personal hostelero, ella dirigió la mirada al piano vacío, bañado por una luz imperfecta; a todas las mesas disponibles, todas hostiles —sin él—. Eligió una con desgana, para al instante pensarlo mejor y levantarse, dispuesta a dar media vuelta. Entonces le vio aparecer, como tantos días. Sus ojos se iluminaron de gozo y corrió a los brazos de su estupefacto amado, que retrocedió. Las palabras que él pronunció entonces no hacían falta, ella ya entendió con su mirada. No la conocía, y lo que era peor, no la amaba. Sus ojos ignorantes le dolieron como cuchillos afilados en su pecho. La dama salió corriendo del café, comprendiendo sin desearlo, temiendo que su historia perfecta nunca hubiera ocurrido sino dentro de sí misma.

Ya en casa, descargó su furia en la Olivetti. Primero con palabras, después con lágrimas, por último con los puños. La máquina la retaba con su mutismo y ella la tiró de la mesa, provocando un gran estrépito. Después escondió su cabeza entre las manos. Cuando ya no supo llorar más, pensó. Es peligroso querer dirigir tu historia, pensó. No se puede cambiar lo que se quiera y pretender que el resto permanezca, pensó. Las historias son castillos de naipes, se dijo; nada funciona sin lo anterior, cuidado con no seguir tu guión. Lo bueno y lo malo son amantes opuestos imprescindibles el uno para el otro. Cuidado con salirte de las normas.

Quién fuera musa, pensó también; para no tener que tomar decisiones, para no conocer el dilema, para ser elegida y vapuleada por la vida, para conformarse, para no experimentar la pasión más pura —que es la que nace de la espera y de la suma de decepciones— ni, por tanto, echarla de menos. Para matar al numen o desterrarlo para siempre, para no tener que perseguirlo más. Para huir de musas, de duendes, de cantos de sirenas. Yo jugué a ser Dios, pensó, y me salió mal.

No lejos de allí, en el café, el pianista vio algo que le hizo acabar su canción de forma un poco precipitada, aunque solo un oído experto podría haberlo apreciado. Se dirigió hacia la mesa y, antes de coger el objeto que había llamado su atención, la desplazó un poco, porque le parecía que el mueble no se encontraba en la posición perfecta con respecto a sus sillas y a las otras mesas. Después tomó entre sus manos ese canotier. Pasó sus dedos de pianista sobre la paja y sobre la lazada de color gris perla.

Lo quiso dejar donde lo había encontrado pero no pudo. Creyó recordar, o quiso vislumbrar más allá, escudriñando dentro de sí mismo. «No», concluyó, «no hay nada más que humo y que las formas obtusas que creamos en nuestra cabeza cuando tenemos demasiadas ganas de encontrar algo. Nada más. Nada, al menos, real. Nada que haya existido.»

—Y sin embargo… —musitó.

Y sin embargo.