Para siempre en la ausencia

Todavía recuerdo el día en el que te comuniqué mi decisión sobre separarnos; lo hice con la cobardía de un mensaje, pero, como bien sabes, encontrarme con tu cara me hubiera hecho sentir indefenso e incapaz de realizar la más mínima acción. Llevé dentro de mí el peso de los dos últimos años difíciles de nuestro matrimonio, el nacimiento de nuestros hijos, los cambios; a veces me miraba en el espejo y no podía comprender la persona en la que me había convertido. Vi delante de mis ojos el lento fluir de los recuerdos, pasando inexorablemente, y yo como un espectador impotente, incapaz de actuar. Estaban allí, desmoronándose y desvaneciéndose como el humo, dejando atrás las cenizas y el olvido de los momentos felices; los días despreocupados junto al mar, tumbados en la arena con nuestros amigos y las botellas de cerveza que nos hacían compañía; luego tu inocente mirada de chica de veinte años que me observaba desde lejos, tímida y fugaz, como los años que nos hacían conocer, sin reglas, esquemas y miedos. Se dice que el matrimonio es una promesa eterna e indisoluble: el juramento solemne que tiene el sabor del «para siempre». Bueno, estas palabras las conocemos bien los dos porque, aún hoy, en las frías noches de invierno, sigo oyendo tus reproches que me acompañan para hacerme sentir el hombre que nunca quise ser; mis gritos por la casa con los niños, mis cambios de humor y tus silencios que, finalmente, tuve que aceptar. Esta era la indescifrable ecuación de nuestros diez años juntos: muchos proyectos futuros, nuestras cuentas bancarias, nuestros amigos comunes, dos niños y una casa, ahora, vacía.

Hay que ser valientes para hacer frente a las decisiones de la vida, y ahora, mucho tiempo después de nuestro divorcio, no podría decirte si el coraje me pertenecía en realidad como una virtud o, quizá, como una debilidad. Pero tú, que me conoces bien o al menos me conocías, sabías que ambos habíamos cambiado y dejaste que yo hablara, que decidiera, porque tus ideales siempre te habrían impedido tomar la decisión que yo tomé. 

Siempre pensé que todo estaba escrito. No sé si llamarlo destino, solo sé que nuestros caminos se estaban separando para dejar que nacieran nuevos y que nunca volverían a encontrarse en un punto común. Nosotros teníamos que cruzar este largo camino, algunas veces sonriendo, otras arrastrándonos por el suelo con dolor. 

Me dijiste que nunca serías capaz de superar tal tormento, y ahora estás aquí, llevando el hijo de un padre que no soy yo. Ya no nos queríamos Michelle, y esa es la única verdad.

En 15 minutos pasarás por la puerta de este restaurante, el único punto de encuentro que una vez al mes nos ve tratando los temas más comunes de una relación que ha terminado hace años. Me verás sentado en la mesa del medio, la que tanto te gustaba porque podías tener una vista completa de la sala. Durante los primeros 30 minutos estaremos sentados frente a frente, mirando el menú que ya nos sabemos de memoria, cruzando los ojos y será inevitable ver tu cara con el ceño fruncido, mirando a un punto en el vacío y empezando a reprocharme todas las cosas que no he sabido hacer como padre y como hombre… Detendré el tema de tu discurso y te preguntaré sobre la situación financiera actual o sobre Francesco y Julia, nuestros hijos.

Con la llegada del segundo curso, recordaremos sus anécdotas más divertidas. No podremos evitar reírnos los dos, pero será algo fugaz porque tú te volverás rápidamente seria, para no concederme ningún tipo de satisfacción de felicidad repentina. Con tu cara de asco me dirás que soy un imbécil que ha arruinado todas las cosas bonitas que habíamos construido juntos, y como hiciste la última vez, no podrás contener el impulso de derramar el agua de tu vaso sobre mi rostro, el vaso que has estado apretando con tu mano durante minutos. Entre las miradas de la gente atónita me secaré con una servilleta y te responderé que eres una loca, alguien incapaz de calmar su ira.

Te molestará la cara ingenua de la joven camarera cuando me traiga sonriendo el turrón de chocolate que nos comíamos juntos… Te mirará y empezarás a decirme que ya no me reconoces, como siempre me has dicho cuando no te gustaban mis actos. 

Antes de despedirte me preguntarás cómo está Carmen, mi nueva pareja, y después de un par de segundos me mirarás a los ojos y me dirás que nunca fuimos realmente cómplices y que, finalmente, volví a ser el hombre que siempre quise ser.

Luego, en silencio, pensaré que, desde hacía tiempo, en nuestro matrimonio faltaban los abrazos, los besos que rasgan el aire, el romance… Yo con mis compromisos de trabajo y tú con el cuidado incondicional a nuestros hijos.

Incluso hoy me pregunto si alguna vez fui capaz de ser un buen padre, de escucharlos como debería haberlo hecho. Lo he pensado mucho y me disculparía por la decisión que tomé hace 7 años, pero como sabes me perdí y no pude encontrarme ni siquiera entre el aroma de todos nuestros mejores momentos… La vida me había cambiado y necesitaba respirar el aire desconocido de la ligereza.

Hace más de una hora que te espero, pero desde la puerta del restaurante no te veo venir. Tú, que siempre eres tan puntual… 

Decido enviarte un mensaje:

He estado esperando en el restaurante durante más de una hora. ¿Dónde estás?

Hola, Jorge. Tuve un percance,

como siempre,

para siempre…

No puede llover todo el tiempo.