Pinto, pinto, gorgorito

Baja las escaleras de tres en tres. Las agujas cortan en porciones el círculo blanco del reloj. La una y cuarto de la madrugada. No está dispuesto a perder el último metro. Bastante había tenido ya. Primero en el trabajo. El señor Herráez todo el día detrás por esos malditos informes. Y luego la cena insoportable con Sara, que no paraba de reír como una idiota. Voy a meterme en la cama y que acabe este día de una puta vez. 

Llega al andén justo cuando el tren se detiene. Entra en el vagón resoplando. Prácticamente vacío. Normal un martes a aquellas horas. Se sienta frente a un mendigo y se arrepiente inmediatamente. «Si me alejo parecerá que me repugna, lo cual es cierto». Disimuladamente no deja de mirarle. Barba larga y negra que se vuelve rubia alrededor de la boca por el tabaco. Harapos y olor agrio a sudor. Manos hinchadas y rugosas que juegan con una cuerda amarillenta con pequeñas manchas rojas. Ve cómo se la ata alrededor de los nudillos mientras canturrea. Sentado a su lado hay un hombre dormido o borracho. La barbilla apoyada sobre el pecho. La cabeza bamboleante. Traje beis, camisa blanca y corbata que unos denominarían valiente y otros espeluznante. Le extraña que aquellos dos hombres estén juntos. No pegan. Quizás el mendigo trata de robarle aprovechando el sueño o la melopea. Aquella idea le hizo mirar de frente al indigente. Descubre que él también lo mira. Su sonrisa muestra varios nichos vacíos. Desvía la mirada, azorado. «No te metas en líos que todos los que viven en la calle están medio locos». Al fondo, una mujer presta toda su atención a un libro. Por la portada, supone que se trata de una de esas aberraciones literarias mal llamadas “de autoayuda”. «Si esperas que un libro te ayude, es que de verdad necesitas ayuda». Frente a la mujer otro borracho o agotado duerme mecido por el vaivén del vagón. De reojo comprueba que el mendigo continúa clavándole su mirada. Ve como alza un dedo hacia él. Pinto… Luego lo dirige hacia la parte delantera del tren, donde hay otro hombre sentado, oculto tras su periódico. Pinto… Ahora señala a la mujer. Gorgo… Y el dedo le vuele a apuntar. …rito. Dónde vas tú tan bonito. Hace como que no le ve, pero no pierde detalle del juego del pordiosero. «Lo que decía, todos locos. Seguro que está eligiendo a quién pedir dinero. Pues conmigo que no cuente». En qué lugar… El dedo completa su recorrido despacio, como si aquella parsimonia formara parte de un rito. En qué calleja… La uña negra y deforme vuelve a detenerse frente a él. Le hace sentir incómodo. Esconde la mano… Nadie excepto él está haciendo caso a aquel demente. «A ver si llega pronto mi estación» …que viene la vieja. El elegido es el hombre del periódico. Ve cómo el mendigo hace un gesto horrible con la boca y se pone en pie dirigiéndose hacia el agraciado. Ya viene la vieja, ya llega. «Menos mal que no me ha tocado a mí». Gira la cabeza para ver la escena directamente. El pordiosero está de pie junto al hombre del periódico, del que solo ve los pies. «Seguro que le está pidiendo dinero». Se vuelve hacia la mujer, contento de que aquello haya terminado. «Tiene buenas piernas, desde luego». Sonido de papel al arrugarse bruscamente. La vieja viene a por ti. Su cabeza se niega a girar, pero sus ojos quieren ver. Un gorjeo de succión. Lentamente gira el cuello. El pordiosero sigue en pie. No ve sus manos. El periódico caído en el suelo mientras el pie del hombre se agita espasmódicamente hasta que se le sale un zapato. Y después se detiene. El pordiosero se gira de repente con la cuerda en la mano. Sus ojos se cruzan. «Joder, joder, joder». Disimula y siente como la serpiente fría del miedo le recorre el espinazo. Su mirada busca refugio. Se fija en el compañero del mendigo. Ya no le parece dormido. «¿Qué es eso que tiene en el cuello?» Ya no le parece borracho. Son marcas, marcas rojas. «Mierda, mierda». El indigente recupera su asiento, echa un brazo por los hombros a su acompañante y se lleva un dedo a los labios pidiéndole silencio. Desesperado, busca con la mirada a la mujer que sigue leyendo ese estúpido libro. «Si le digo algo, me mata». Sus piernas no responden. Se da cuenta de que el otro pasajero frente a la mujer, también tiene marcas rojas en el cuello. Pinto, pinto… No quiere mirar pero sabe que el dedo se ha puesto de nuevo en marcha. Gorgorito… De la mujer hacia él, saltando lentamente. Dónde vas tú tan bonito… Mira en todas direcciones buscando una salida. En qué lugar, en qué calleja…Se retrepa en el asiento, sudando. Esconde la mano… El tren se frena. Las ventanas se iluminan con la luz de la estación. Lentamente se pone en pie y pega todo su cuerpo a las puertas. «¡Qué se abran ya, por favor!»… Que viene la vieja. No puede resistir mirar hacia atrás. El mendigo le observa sin parpadear, con el dedo estirado en su dirección. Se pone en pie con la cuerda en la mano justo en el instante en que las puertas se abren. Corre, tropieza y cae. Reptando desde el suelo mira hacia atrás. Ve al pordiosero dentro del vagón agarrar el brazo inerte del hombre que tiene al lado. Lo agita en su dirección, diciéndole adiós.