Postración

Hay una resonancia magnética en su jodida voz. Avanza sin cuartel a través de toda la casa con la innegable voluntad de descuartizar cualquier atisbo de calma, paz, tranquilidad o lo que sea. Su gruñido agudo ladra «¡MICHEL!» cada cinco o diez minutos. Los días pasan lentos y fríos, se parecen a la febril culpabilidad de un mundo en implacable guerra consigo mismo. «Normal», supone, «reducir los impulsos a errores punibles pone de mala hostia a cualquiera». Fuera se podría respirar revolución. Pero no. El silencio lo inunda todo con la misma fiereza que su podrida voz, «¡MICHEL! ¡MICHEL!», ¡Joder, qué martirio! Si los dioses nos dieron las manos es para ahogar a alguien y limpiarnos el culo, todo lo demás orbita alrededor de la inutilidad. ¿Por qué no podía levantarse suavemente, deslizarse mecido a través del pasillo y apretar, apretar fuerte? Tal y como le habían enseñado que debe hacer un hombre piadoso. Otra farsa. No existe piedad alguna erguida lejos del interés individual. Buff, que tranquila se encontraba la casa en el sagrado intervalo entre los mugidos. […] un, dos, tres, cuatro… «¡MICHEL! ¡MICHEL!» […] un, dos, tres, cuatro… «¡MICHEL! ¡MICHEL!» […] un, dos, tres, cuatro… Podría prestarle atención. Hacer lo que le dice. Cavilar una digna respuesta y evitar el consiguiente «¡MICHEL!», pero el orgullo se impone sobre la supervivencia. Ha sido así desde que las mujeres vieron que les brotaban pelos en el sexo, la cabeza y las axilas, y los hombres que les brotaban más en todos lados. Luego se dieron cuenta de que husmear entre sus piernas valía más que todos los abrigos de pelos y, bueno, huelga decir que el orgullo pasó a segundo plano. «¡MICHEL! ¡MICHEL!»… ni todas las parcas de vello juntas servirían para describir el orgullo que lo infecta al ignorar los gritos. ¡Vaya! Buenos dedos… Bastante rudos, incluso con algún que otro cayo. Ahogaría el chillido sin problemas. Amigo, la cosa sería coser y cantar. Estaría el pescado vendido en un santiamén. Luego, con el apremio del silencio habiendo conquistado cada esquina, bajarse los pantalones y a atizar al cabezón. Un atisbo de heurística autoerótica para el beneficio propio. Lo del mutuo está más pasado que los vendedores de enciclopedias. A lo mejor era eso lo que lo jorobaba; ser un vendedor de enciclopedias de mierda, sin un duro y teniendo que estar mendigando en casa ajena desde hacía semanas. Tenía serios problemas. El viaje a Vietnam del año anterior, antes de su despido, había ampliado sus expectativas. Las vietnamitas eran mujeres volubles, al tiempo que sorprendentemente complacientes. Abonado por sueños mediocres se veía a sí mismo habitando un hogar de infranqueable serenidad. Vamos, un sitio en el que nadie le diese por saco. Un parnaso donde envolverse sobre el manto de un gran paz, rodeado por sonidos suaves, melodías templadas e íntimas reflexiones apuradas hasta el filo de la depresión por inmerecida felicidad. No obstante, la realidad suele desmerecer los sueños. Veinte, veintiuno, «¡MICHEL! ¡MICHEL!». Otra vez de nuevo, con insistencia, los putos berridos incontinentes. ¿Haría falta una droga, tal vez? Un compuesto clínico destinado a la abstracción tangible del dolor y la apatía. Podía ser. Bien sabía que la química es un producto natural desarrollado por la mente y adulterado por los hombres. No había gran cosa que reclamar. Podía tomarse la justicia por su mano. A Robespierre le funcionó antes de que lo decapitasen. A Durruti le habría salido de perlas de no ser por su fatídico asesinato. Obra, seguramente, de aquellos que lo aplaudieron. En fin, lo cierto es que había pocas opciones de sobrevivir a una determinación tan amoral como aquella, pero ¡venga hombre! Tomar cartas en el asunto era tan imprescindible como imperdonable. «¡MICHEL! ¡MICHEL!», se acabó. Hasta los mismísimo estaba de aquella mala p… Sus agotados cabellos se deslizan sobre su rostro, empujados por la brisa provocada por un cuerpo al ponerse en pie. Las ofertas de trabajo no le han dado más que dolor de cabeza. Es el momento, el culmen de la enajenación mortal, durante el cual los actos se aíslan de lo humano para ascender hasta la divinidad. Recorre el pasillo a largas zancadas. Pisotea con firmeza el suelo de madera hasta alcanzar el origen de los berridos. «Buff, menudo agotamiento es la predisposición». Irrumpe en el cuarto con violencia. Se queda plantado, como un imbécil, bajo el marco. «¿! QUÉ COJONES PASA?!». Emana de la cama una aterciopelada voz. La de una loba embutida por la piel de un cordero ante la bayoneta de rabia de su desencajado rostro. «Michel, porfa, te llevo llamando mucho rato. Ya sabes que no puedo hacer gran cosa. Tráeme una Coca-Cola, niño». Vale, correcto. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Desvirgar la paz de alguien por razones de peso es tolerable, hacerlo por esta es un crimen. Vuelve a pensar en Robespierre. Hay que castigar, si no, todo volverá a ser igual. Se abalanza sobre la masa de carne que embadurna la cama. Ella, asustada, patalea y se enrabieta. Estaba cantado, se la veía venir. No es posible tanta predisposición para la violencia sin conciencia previa. ¡PIM! Recibe una torta en el mentón, ¡PAM! Otra que se le cuela en pómulo. Desata las manos sobre el cuello y hace lo que todo buen chico sabe hacer, apretar. En la vida, has de apretar, apretar siempre hasta conseguir tus metas. Okey, de puta madre. Es el momento de poner en práctica la teoría. Coagula el nervio en los dedos. Ups, esto se resiste más de lo que cabría esperar. Ese cigarrito le ha blindado los sesos al oxigeno y se marea, el muy cabrito, más de lo que esperaba. El traspiés se resuelve con impecable facilidad. La grasa vibra sobre sus muslos. Son los pechos viejos, que se resisten a dejar de contener oxígeno. Bien, todo correcto, el cuerpo empieza a bajar la curva de resistencia. Últimos espasmos acompañados de aghsss largos y fabulosos. ¡Qué sutil antidepresivo! El reloj marca las doce de la mañana y no hay ni un minuto de diferencia entre el frenesí convulso y la calma absoluta. Abandona el estrangulamiento…chhhh…chhhh…nada de nada. La leche, qué gusto. Aparta su cuerpo del suyo. Ahora plácido. Desgañitado en el rostro, pero acicalado por una sutil sobriedad envidiable. Una culpabilidad insospechada le percute en la nuca. Um, um… no hay problema, no hay mal rollo. Las cosas están en silencio por fin. ¡DIOS! Pero qué lujo. No puede haber ofensa en un sacrificio semejante. Emite un gesto para bajar el telón de sus parpados azulados. Una ligera brisa agota la herejía del templo. La mira con sutil cariño…um, um… Algo tiene que soltar, se dispone y… ale, «bueno, mamá, tranquila, ahora mismo te traigo tu Coca-Cola». Vuelve a su habitación y prosigue con su lectura del Eros y la civilización. «Si más gente fuese civilizada», piensa, «todo esto iría mejor». Pasan algunos minutos, no hay clamados. Mamita, qué lujo. Él sabe, a toda luces, que le quedan pocas horas antes de que, habiendo abandonado el dolor del ruido, le llegue el del olor. Fría y solitaria es la existencia, sí. No hay más muerte que la propia que acabe con la incomodidad. «En fin», se dice sediento de un orgullo perdido, «habrá que aprovechar este tiempo muerto». La lectura es agradable. Se olvidará, se olvidará de todo.