Psicoamante

Amanece y no sirve de nada. Una explosión paulatina al final de la noche. Nos va inundando en un delicado baño de luz, que poco a poco, se transforma en un tsunami, descubriendo nuestras vergüenzas, erosionando el embrujo y la magia con el que nos ampara la noche. Mi vello se eriza y un escalofrío abraza mi espina dorsal. Siento frío en mis pies y mi paladar recupera ese sabor inigualable. No es la primera vez que me siento así. Eva es de las que idolatran a sus ex y eso me desarma. En este momento de pausa entre nosotros, me pregunto si estoy anticipando un futuro no muy lejano. ¿Cómo hablará de mí? Hacer balance cuando mi química está tan descompensada es un camino que me prometí no recorrer, pero me resulta inevitable. Por eso vine aquí, a la isla, a coger distancia, perspectiva, entregarme a la introspección… No está resultando. Sigo dando bandazos. Otro amanecer y nada cambia. 

El tiempo es una de esas cuestiones que se escapan de la comprensión humana y la duración de algo no tiene por qué ser proporcional a su intensidad. El tiempo que he pasado junto a ella no hay unidad que lo mida. El tiempo que pase hasta que volvamos a encontrarnos, si llega, me resulta un abismo. Miro atrás y parece que he recorrido mi vida en un segundo. Miro lo que queda por delante y parece que no va a durar mucho más. Ardo, como arde la mecha de un cartucho de dinamita, aunque la única explosión por ahora es este amanecer que me vuelve a desnudar.

La brisa me ofrece olores del archipiélago y la mayoría no son producto de la naturaleza, pues esta se mezcla con el festival. Huele a mar, a tierra mojada, a matorral y a flores fuera de temporada; a cloro, a sudor de dos días en torsos descubiertos, a cremas aplicadas en pómulos de purpurina; a flujo, a tabaco, a drogas blandas, a mezcla de bebidas espirituosas, a sangre… no, a sangre no. Ese olor procede de mi boca. Mis encías sangran producto de un bruxismo acentuado por la tensión de las últimas horas.

Una casa payesa reconvertida en villa y vivienda de lujo cerca del acantilado. Vistas que conforman un maravilloso lienzo cambiante, apuntándonos con pincel fino cómo debe ser el paraíso, mientras me desdibujo a brochazos entre lo real y lo etéreo. Tres azules en escala, intensidad y tamaño. Ocres, verdes y marrones. Arenas rosas, restos de coral. Blancos hasta en algunas piedras. Creo un discurso interno asociando líneas de pensamiento tan abstractas como este momento: «Dios no existe. Estoy forrado de pasta. Sé que hubo miles, pero ahora solo recuerdo tres besos de los que le di. Esta fiesta está llena de cerdos y golfas. Nunca había visto un agua tan azul. No son conscientes de su patraña. También tienen momentos de lucidez. De mis encías brota la impura savia. Me jode pensar que esté con otro. Me revienta imaginar que se la esté empezando a chupar. Noches de psicotrópicas lujurias no han conseguido más que distraerme. Tanta mentira me está hundiendo. Necesito despertar. Voy a ponerme otra».

Siento que va despertando la isla, quizá nunca se acostó. Noto como gira la tierra. También yo me siento como un planeta. Translación. Rotación. Cada vez percibo más ruido por debajo de la suave música y no significa que sea mucho. Un murmullo, risas femeninas, algún gemido reprimido, el chasquido de un mechero… Me siento guapo, casi sonrío al constatarlo, el lino me abraza. Veo que Claudia se parapeta tras unas enormes gafas de sol, pero sus labios se contornean delatándola, éxtasis mezclado con zumo de mango y tequila. Tiene un vientre escultural. A Samuel se le ha ido la mano con la cocaína, está tieso y emite sonidos que nacen de su paladar blando, en continuos chasquidos que no puede controlar. Quizá sea el único buen tipo que haya en este lugar, aunque ahora parezca un pedazo de mierda con un reloj de cincuenta mil euros y una mirada reptiliana. Por último, Ari, no conozco personalmente a nadie más. Ari calza tacones de cuña y viste un bikini blanco insignificante. Lo complementa con una camisola de gasa, también luce colgantes y pulseras de plata y sombrero de paja que le queda genial. Se acerca a la mesa a ponerse más hielo y yo le toco el culo con naturalidad. Siento su piel suave y bronceada entre mis yemas. Aprieto un poco y sonríe sin dejar lo que está haciendo. Me excito y no tardo ni cinco segundos en sentirme mal. No es ella con quien debería estar. Otra mujer ocupa mi cabeza, Eva, aunque ahora pueda estar teniendo un orgasmo con otro hombre a seiscientos kilómetros de distancia. Tiempo, distancia, pensamiento… Estoy rodeado de gente, pero sigo solo.

Amanece y no sirve de nada. La explosión de luz me ha terminado de abrasar. Miro la pantalla del móvil esperando encontrar una señal divina en forma de notificación. Nada, no hay cobertura y metafóricamente representa mi actualidad. No sé si debo empezar a curarme o vivir con la enfermedad.