Suspiros de la Habana

Podría empezar contando que todo estaba impregnado por un calor humedecido asfixiante, que el sol quemó mi piel en apenas una semana, o que hubo noches que pasé bailando mientras bebía ron… Pero de esta forma, sólo me quedaría con lo superficial de las cosas, y no sería más que una visión turística que se repite en cualquier conversación convencional una y otra vez.

Visité La Habana, por tercera vez y acompañado de mi novia Ana aquel verano en el que tenía dinero suficiente para hacerlo. Queríamos ver una parte del mundo que se ha quedado atrapada en el tiempo y que muy pronto vivirá un cambio, a decir verdad, decidimos despedirnos de lo que lleva más de 50 años arraigado, como tantos otros viajeros y turistas que inundaban las calles de la ciudad sacando fotos a contrarreloj por miedo que aquello se acabe.

Entrar por primera vez en La Habana te pone en su sitio, crea un cambio en tu mente, el corazón se acelera, sientes un temblor interior, es como una reacción del cuerpo al no estar preparado de todo lo que se le viene encima. Es tan distinto a todo…

Miras a tu alrededor, suspiras fuerte y te preparas para recibir todo lo bueno y lo malo que una ciudad te puede dar, pero en esta ocasión por partida doble. La diferencia de esta ciudad con el resto, es muy sencilla, La Habana está viva, poco importa el estado de sus edificios, si en sus calles y entre muchas de las escombreras respira la gente que convive en ella y es entonces cuando te das cuenta de que el turismo de otros lugares no vale con ella.

Puedes pasear solo por aquellas calles viejas y malheridas, y estar siempre rodeado de gente que te ofrece toda clase de objetos y placeres culinarios por unos cuantos pesos o simplemente por mantener una conversación agradable que te sacara más de una sonrisa, para comprender en un minuto que el cubano es superior al resto. Siempre aparecerá alguien que pase a tu lado susurrándote algo, que te haga un trueque perfecto, por algo que para ti no tenga apenas el más mínimo valor, pero que revalorizarás una vez que te lo pidan. Te llevarán a los mejores sitios por apenas veinte dólares o serán tus acompañantes por un poco más. Todo el mundo hace negocio. Todo bajo un sol de justicia y un calor casi insoportable.

Escucharás muchas conversaciones que solo hablan de lo destrozada que está, de su “miseria” y de que no volverán jamás a ella, porque claro, si venimos con esa visión soberbia del primer mundo, entonces estás en un lugar equivocado y más aprovecharías en Las Vegas.

Pero La Habana es una ciudad capaz de reinventarse una y mil veces, lo lleva haciendo desde que nació y hoy por primera vez en muchas décadas, está rehabilitándose con sentido, muchos de sus edificios lucen ya como nuevos y otros esperan una segunda juventud que está muy cerca de llegar. Eusebio Leal, el Historiador de La Habana es el artífice del milagro, algo que agradecen los habaneros, lo notas cuando te hablan de él como si ya fuese un mito.

Lo bueno de esta ciudad es perderse por su centro, por La Habana Vieja, que encuentra su cenit en el majestuoso Capitolio, cuyo color blanco del mármol ciega la vista y hace resaltar el marrón oscuro de las fachadas coloniales que algún día fueron el centro del mundo, pero que hoy están castigadas, viejas y sucias. Al lado, el Centro Gallego compite en belleza con el Capitolio, sus fachadas recién rehabilitadas parecen haber sido puestas para la ocasión de nuestra visita. Enfrente casas destartaladas, persianas rotas que no soportarán muchos más rayos de sol, ventanas que parecen mostrar un hogar decadente, pero que sirve como refugio para alguien que asoma su cuerpo semidesnudo al exterior, escaleras oscuras que guardan decenas de amores secretos o calles pisoteadas por gentes provenientes de todas partes y que no pueden dejar de mirar a todos lados.

En las calles que rodean a estos dos edificios, los habaneros hacen vida, pasean y disfrutan en familia, el bullicio se escucha a kilómetros. Sus avenidas corren la misma suerte, todo es igual de mágico, giras tu cabeza y ves pasar camiones cargados de personas en la parte trasera, guaguas repletas de viajeros que miran por la ventanilla al único mundo que conocen, conductores que empujan coches que se han quedado parados sin pleno aviso y que volverán a arrancar al instante y pedaleros de Bici-taxi, que por un par de centavos se dejarán los riñones en arrastrar con sus piernas a algún turista engrandecido con el color verde de sus dineros.

En medio de este caos dulce que respira La Habana, hay lugares y personajes eternos, por un lado, puedes refrescarte con un mojito en La Bodeguita del Medio, perderte por donde pasaron las más grandes estrellas del arte mundial y que quedaron inmortalizadas en fotografías allí expuestas. Errol Flynn, Pablo Neruda, o Hemingway son un pequeño ejemplo y todos saldrán en los cuadros que hay por toda la pared riéndose, pasándoselo genial y disfrutando de una vida que les es propicia. Por otro lado, no hay personaje más mágico, misterioso y arraigado a la ciudad que un lucense de A Fonsagrada, el conocido como El Caballero de París. Aquel vagabundo bohemio se comió el alma de los cubanos, les robo el corazón, nada tenía en vida, pero tampoco nada le faltaba, su amabilidad con las mujeres, su alegría con los niños y su carácter positivo creó escuela y jamás encontrarás quien mal de él te hable. Una vez muerto, en soledad en un hospital psiquiátrico, se fundió con la ciudad, convirtiéndose en parte de su espíritu, en parte de su locura… una estatua en la preciosa plaza de San Francisco de Asís recuerda su cariño.

Sus plazas rebosan energía, como cualquiera de las grandes ciudades europeas, en cada esquina hay un personaje entrañable que te cogerá del brazo para que te inmortalices en una fotografía o un grupo de música tocando, da igual de son cubano, salsa, merengue o de rap caribeño, lo que importa es la música y bailar con ella a cualquier hora del día, no hay complejos para hacerlo, simplemente el que no lo baila, es porque está muerto.

El Malecón es su punto de encuentro lejos del centro, en el que coinciden ciudadanos y turistas, los dos dejan perdida su mirada en el amplio océano que tienen enfrente, unos sueñan con Miami, los otros con tardar tiempo en volver a su vida rutinaria. Pero ambos se juntan flanqueados por un lado por edificios coloniales que fueron la joya de un reino y se pierden en paseos eternos a través del largo recorrido al atardecer.

Aquí retrocedes en el tiempo, es la impresión que tienes cuando montas en un coche antiguo de los años cincuenta convertido en taxi, siempre pintado de color llamativo y a juego con una tapicería interior exquisita, todo mientras el conductor te enseña la ciudad con un acento cubano exagerado, a veces casi ininteligible, e intentará quedarse contigo contándote su versión de la Revolución Castrista. Todo es parte del trato, porque justo cuando te vayas a bajar te hará un gesto y te pedirá una propina, que, aunque no está escrita en ningún contrato, es casi un ritual obligatorio. ¿Por qué será que, como en Nueva York, una de las mejores cosas son los taxistas?…

Pero La Habana es más que todo esto, son un montón de imágenes extrañas que se quedarán grabadas en tu mente para siempre, son ancianas que agarran fuerte su bastón, para arrojarlo al suelo nada más escuchar la música que sale de algún grupo callejero y poder aferrarse al primero que pasa por su lado para bailar una bachata como si una curación milagrosa se produjese al escuchar aquellas notas. La Habana es ropa colgada en las ventanas en barrios destruidos. Miles de personas en la calle, algunas de pie esperando una ráfaga cálida de viento apoyadas en la pared de las casas o sentadas en un improvisado taburete. Mercados a pie de calle, donde el vendedor no te dejará tranquilo hasta que consiga que le compres algo, peluqueros ocasionales en los portales de las casas, relojeros que con un pegamento universal arreglarán cualquier avería. Zapateros que remiendan zapatos desgastados después de haber andado todos los caminos del mundo sin haber ido muy lejos. Cientos de coches que se niegan a ser pasto de la historia y de los cementerios, que rugirán el tiempo que su dueño quiera y mientras su paciencia aguante los desplomes de sus motores.

No todo el mundo vale para viajar a La Habana, no todos están preparados, no sé cómo explicarlo, cualquier otra ciudad vale para cualquiera, en La Habana eso no ocurre, es una montaña rusa de emociones y sentimientos encontrados y a la vez jamás coincidirán. La miras con un ojo y es una cosa, lo cierras y abres el otro y parece otra distinta. Sus gentes son las grandes culpables, en casi ningún otro lugar ciudad y población están tan unidas, separarlos sería un fracaso sonado. Ahí está su éxito, cuando vuelves, siempre echarás de menos a alguien a quien conociste y su recuerdo te seguirá siempre. La Habana es decadencia, es desolación, es música, es ruido, es alegría, es atemporalidad, es revolución, es nostalgia, es melancolía, La Habana amigos, es magia.

A todos/as los/as Habaneros/as que nos encontramos por sus calles.