Un clarinete en el infierno

Cuando hablo de lo que viví, pocos me creen. Pero quizás fue la muestra más grande de amor que jamás presenciamos mi batallón y yo. Una vez más, la vida nos dio una lección, nos mostró a aquel grupo de soldados, que incluso en los lugares más horrorosos e inhumanos, el amor puede brotar. 

Corría el año 1942, en mitad de la Segunda Guerra Mundial. Mi hermana Margaret y yo, nos alistamos al combate, desde el bando del Reich Adolf Hitler. Ella era clarinetistas en una filarmónica, y quería servir a su país, pero no para ser enfermera, sino soldado.  Ella superaba los treinta años, y era de esas jóvenes que parecían haber nacido para ser solteras.

 No fueron pocas las veces que se encomendaba a la iglesia, para pedir una pareja que la amase; le causaba estupor envejecer sola, sin nadie que le cogiese la mano en su lecho de muerte.  La Iglesia de San Lamberto en Münster, era la encargada de ofrecerle ese milagro que tanto ansiaba y quizás su condición sexual, parecía ser el problema.

Tras el adiestramiento militar, llegó el desplazamiento en tren. Hombres y mujeres nos presentamos en el bando alemán, pues el mundo ya no era un lugar para vivir.

Todo lo de afuera podría parecer inerte a ojos de Dios; pero dentro de cada vagón, convivían vida y sentimientos a flor de piel. Cuando sabes que vas a morir, los prejuicios desaparecen y reina la amistad, el compañerismo y el amor. 

El tiempo transcurría lento dentro de los vagones, pero Margaret —a pesar de oponerme—, decidió llevarse el clarinete al frente de guerra, lo cual nos alegró a todos en esos kilómetros de incertidumbre; aquella oruga nos llevaba inexorablemente hacía un capullo de alambres de espinos.

La mayoría de pasajeros encontramos el amor, bajo el “carpe diem”. Pero Margaret, parecía una rusa en aquel tren nazi. Nadie se le arrimaba, nadie le dedicaba una mirada cómplice y los pocos desesperados que se le insinuaron, se llevaron una negativa; pues a mi hermana le gustaban las mujeres.

El viaje llegó a su fin. Nos repartieron las municiones, las armas, los víveres y nos dejaron en una maltrecha trinchera, donde los soldados que salían de allí, eran cadáveres andantes. Aquello fue premonitorio, un espejo que reflejaba la locura que nos iba a acontecer en aquellos cien días; pues íbamos a luchar por un trigal, por un palmo de tierra que en un mapa no sería más que una mota de polvo. 

Bajo el sol, solo se oían gritos y el silbido de las incesantes balas rusas; por la noche sonaba el susurro del trigo, cómo si una serpiente cascabel rondara los cadáveres… 

Pasó un mes y no avanzamos más que unos metros hasta una segunda trinchera; la antigua ya era, una fosa común. Margaret y yo, seguíamos con vida. Una de las noches hartos de oír el zumbido del trigo y el llanto de las ametralladoras, Margaret tomó su clarinete y cambió el sonido ambiente bajo la luna. El instrumento hizo callar los murmullos en la trinchera rusa, y en la nuestra, nos hizo consolar el sueño cómo si de una nana de cuna se tratará.

Los enfrentamientos se acortaban durante el día, pues incluso nuestros enemigos, la mayoría mujeres según pudimos contemplar, anhelaban aquellas notas sopladas por Margaret fue lo más parecido al amor entre ambos frentes, aquel respeto por la música. Pero una noche, ocurrió algo distinto. Una bella voz, partió de la trinchera rusa y recorrió el campo de batalla hasta afinarse con la melodía del clarinete. Aquello fue como firmar la paz, como un abrazo entre enemigas…  Hombres y mujeres, bajo el uniforme militar, nos deleitábamos bajo un mismo lenguaje que solo entendía el alma.

Aquella voz femenina que entonaba poemas dignos de la ópera, nos tenía embelesados. Y aunque las trincheras no ganaban terreno, sus dos corazones danzaban, se aproximaban y posiblemente se besaban. Mi hermana Margaret, divagaba como se llamaría, aquella rusa que cantaba como un ángel sobre los cadáveres.  

Ella se había enamorado y quien lo iba a decir, pues el destino le sirvió un corazón en el peor escenario posible. Tuve suerte de poder presenciar su felicidad.

Pasaron los meses, nos quedamos sin munición: era hora del enfrentamiento con las bayonetas. Pero algo ocurrió… Margaret quería mirar a los ojos de aquella rusa.

Ipso facto, alemana y rusa, tuvieron una llamada a sus corazones en aquel infierno y saltaron en vanguardia, decididas a ponerse rostro, arrastrándonos tras ellas hacia un mismo punto; eran dos cometas a punto de colisionar. Margaret corría sin bayoneta, soplando su clarinete en una nueva melodía; la otra chica entonaba un solfeo celestial. 

“¡¡Se llama Svitlana!!”  —exclamó Margaret entusiasmada leyendo su chaqueta.

Esa fue la última frase que oí de su boca. Todos respetamos aquel dueto musical en las puertas del infierno y, con la boca sellada, comenzamos a matarnos sin piedad, callando los gritos de dolor. Ellas a pesar de las heridas, no se cansaban de proponer su amor; mientras las bayonetas se hundían en los pechos sin distinguir país o sexo. La muerte se relamía al son de clarinete y tenor; interpretando la partitura declarativa de amor, entre dos mujeres que se miraban a los ojos, dejando libre su alma. 

Mudos, pero no sordos, íbamos pereciendo bajo una misma melodía. En cuestión de minutos, todos éramos un manto de cuerpos uniformados, y ellas, aun agonizando, aprovechaban hasta el último suspiro en su empeño. Exhalaron sonrientes, con las manos entrelazadas. 

Margaret al fin se pudo enamorar en su último día de vida. Ahora su historia, sería eterna para los supervivientes que lo presenciamos.

Han pasado ya cuarenta años desde que sucedió aquella barbarie mundial, y cada año vengo a este trigal a depositar flores; y de vez en cuando, os juro, que entre el trigo todavía suena el clarinete de mi hermana Margaret y el canto siempre bello, de aquella rusa de nombre, Svitlana.