Un largo adiós

No todos tienen la suerte de saber cuándo van a morir. Mucho menos de poder reunir a la familia en torno a él para brindarles la despedida que se merecen. La vida, al menos en eso, ha sido benévola conmigo. 

A mis pies, postrado sobre sus rodillas y con las mejillas humedecidas por las lágrimas derramadas, está Terry. Para él he reservado los segundos finales de mi existencia. Quiero que su rostro sea lo último que me lleve de este mundo. Mientras tanto, afuera, en el salón, aguardan Carla, mi mujer, Suso, mi primogénito y Lara, la niña de mis ojos.

La primera en pasar es mi esposa. Llevamos treinta y cuatro años juntos, treinta y dos desde que nos dimos el «sí quiero». Jamás le fui infiel, y eso que ocasiones no me faltaron. Tiene un pelo caoba precioso y una mirada acuosa que adultera el azul atlántico de sus ojos. Camina parsimoniosa a mi encuentro, pero en realidad en el epicentro de su atención está Terry. Se detiene a medio metro de distancia y emite una súplica silente que me apresuro a acallar abrazándola y llevando su rostro hasta mi hombro. La dejo desahogarse mientras trato de interpretar sus temblores. La conozco tan bien que puedo leerlos como si fuesen un código morse creado en exclusividad para mí. Musito un «no te preocupes», también un «cuida de los niños», que carece de sentido porque en realidad ellos hace tiempo que aprendieron a cuidarse solos. Carla no habla. Únicamente asiente sin separar su cabeza de mi cuerpo, degustando esa última vez en que ambos volveremos a ser uno. Nos quedamos en silencio unos segundos, seguramente los más reconfortantes de mis cincuenta y siete años de existencia, pero pronto la congoja de Terry nos hurta ese instante. Porque la vida son eso: instantes; momentos efímeros preñados de emociones que acopiamos en la mochila de los recuerdos para acudir a ellos cuando la desgracia nos zarandea, cuando el destino juega a los dados con nosotros. No tengo mucho tiempo, lo sé, así que la beso en la mejilla y le doy las gracias por todo. Por tanto. No le digo que le voy a echar de menos porque temo romperme en mil pedazos si me paro a pensar que nunca más volveré a verla, a abrazarla, a amarla con las luces apagadas como a ella le gusta. Nos separamos con la certeza de que no queda nada por decir. 

Por un momento me olvido de que estoy en una habitación cuyas paredes rezuman hedor a muerte por los cuatro costados, y me alejo de allí. No hace falta retrotraerse mucho ni recurrir a ninguna estampa muy colorida para percibir esa sensación de calidez con la que quiero abandonar este mundo. Basta una noche cualquiera de un mes cualquiera. Una cena cotidiana en la que los cuatro, en torno a la mesa de la cocina, resumimos la jornada y compartimos vivencias. Hay risas, confidencias, planes de futuro… A veces se cuela algún reproche, pero Carla, que posee un temple envidiable y siempre sabe cómo aliviar la tensión del momento, pronto reconduce la situación. En mis recuerdos, Lara siempre sonríe: aún conserva esa inocencia que tanto anhelo. Suso siempre fue más serio, menos pragmático, aun así su hermana tiene un don especial para sacar lo mejor de él, para arrancarle una carcajada inesperada con alguna de sus ocurrencias. Ahora me parece que hace una eternidad de aquello, pero necesito aferrarme a esos rostros límpidos para hacer mi marcha más llevadera, menos traumática. Bien pensado, no sé si el destino me hace un favor regalándome estos momentos o tan solo se trata de la última vuelta de tuerca para ajustarme las cuentas. De repente, la puerta se abre y la realidad me abofetea sin compasión. Ahí está Suso, con su metro ochenta y tantos y su pose desgarbada, a pocos metros de mí y con una indecisión que asusta. Cierra. Da un portazo. Exprime su rabia apretando los nudillos y camina raudo hacia mí. Tengo que llamarlo dos veces por su nombre para que alce el rostro y desvíe su mirada de un Terry claudicado que solloza como si la aflicción fuese un derecho suyo en exclusividad. Se detiene a una distancia prudencial, la misma que nos ha separado todo el tiempo que ha durado este calvario. Tengo que ser yo quien le apremie con un gesto para que la recorte. Lo abrazo con mi mano izquierda y, aunque imprimo toda la tensión que soy capaz de extraer de mis entrañas, no obtengo la misma respuesta por su parte. Su cabeza está en otro lado. Hace mucho que lo está. Como lo estuvo la mía, pero por suerte todo eso pertenece ya al pasado; un pasado demasiado reciente que impide que mi hijo lo vea como algo caduco. Tiene solo veintitrés años, recuerdo. Tiene todo el derecho del mundo a estar confuso, a sentir que la situación lo supera. Le digo un «te quiero» que nos sorprende a ambos. Se separa, me mira como no recuerdo que lo haya hecho nunca y escupe un «te quiero» tan abrupto que me lleva un rato digerirlo. No ha dicho un «yo también», como de costumbre, sino un «te quiero con sus dos palabras, un «te quiero» que quedará grabado en la consciencia de los dos a perpetuidad. Entiendo que no existe mejor manera de poner punto y final a nuestra historia. Él también parece haberse percatado y se da la vuelta sin más. Sale mirando de soslayo a Terry, que sigue apocado, ajeno a la despedida que se está llevando a cabo en esa habitación.

Han pasado un par de minutos. La puerta sigue cerrada y pronto comprendo que nunca más se volverá a abrir. Quizá sea lo mejor. Estoy convencido de que ha sido Carla quien le ha aconsejado a la niña que no pase. Puedo imaginar perfectamente cómo la arropa bajo su brazo y besa su cabeza al tiempo que le dice que no es necesario, que puede ahorrarse el mal trago, que yo, su padre, lo entenderé, que no le guardaré rencor. No se equivoca. Rara vez lo hace. Me duele no contemplar por última vez ese rostro angelical de cabello rubio y ojos primaverales, no poder abrazar ese cuerpo menudo que hasta hace muy poco rebosaba una vitalidad inalcanzable para cualquier otro ser humano; pero es mejor así. Ya ha sufrido demasiado. 

Ha llegado el momento. No dispongo de mucho tiempo. Tan solo quedamos Terry y yo. Él continúa gimoteando, como si todo lo que ha acontecido allí fuese un paréntesis mudo, un pie de página en nuestra historia personal. Una historia que se remonta diez meses atrás, a la madrugada del 7 de febrero, el día en el que empecé a morir. Carla y yo llegamos al hospital sin mediar palabra, languideciendo a cada segundo, marchitándonos por la ignorancia. Nos hicieron esperar veinte interminables minutos que fueron horadando nuestra esperanza con minuciosa crueldad. Por fin pudimos entrar. Allí estaba Lara, ovillada sobre la cama y con el rostro embebido en la almohada, sin reunir el valor de mirarnos a la cara; como si la culpa de que un indeseable hubiese profanado su cuerpo el día que mi niña se hacía mujer fuese suya. Pasaron meses hasta que se atrevió a hablar del tema conmigo. Su desconfianza ha sido la losa más pesada que he lastrado en toda mi vida, la misma de la que espero desprenderme en breves instantes. Porque este también es uno de esos instantes de los que hay que arrojar a la mochila; uno que hay que esconder en el fondo, bajo todos esos agradables momentos que uno ha ido recopilando con menos asiduidad de la que le gustaría, bajo los últimos cosechados hace escasos minutos.

Llevo mi mano izquierda hasta el pelo amalgamado de sangre de Terry y lo izo con violencia. Una vez de pie lo encañono con el revólver. Me sorprende que no me tiemble el pulso. Afuera puedo oír cómo la policía se organiza para el operativo. Les he prometido que me entregaría si me dejaban hablar con mi familia primero. Ya deben haber comprendido que no lo voy a hacer, no obstante, el subinspector Ruíz vuelve a dirigirse a mí a viva voz. Me pide que arroje el arma al suelo y que me ponga de rodillas, con los brazos entrelazados en la nuca. Calculo que aún dispongo de un minuto. 

No necesito tanto. 

El sonido del disparo me coge por sorpresa. En un instante, otro más, Terry se desploma y se me escapa de las manos mientras mi rostro se humedece con sus fluidos. Ahora sí he de darme prisa. Aunque en mis oídos reverbera un pitido molesto, puedo intuir al subinspector dando la orden para entrar, así que llevo el arma hasta mi sien y dejo que la imagen de mi niña —sonriente, feliz—, se acomode tras mis párpados. Después, aprieto el gatillo.

P.D. No hay túnel ni luz, solo paz.