Un mar de pensamientos

A veces camino descalzo por la arena húmeda de la playa para sentirme parte de este mundo. Me paso horas mirando hacia el mar, observando esa belleza natural que entorna mis ojos ante su poder. Me relajo con ese paisaje solitario, complejo y virgen que desnuda mi mente. Admiro esa fuente interminable de vida, protagonista de lienzos, canciones y poemas cuyos versos se pierden hasta la lejana cascada que antaño engullía a intrépidos navíos. 

Soy adicto a su sonido, a ese susurro que llega desde los confines del mundo, monótono, predecible y, aun así, necesario. Me arrodillo ante el eco rítmico que me arrulla, que cierra mis ojos y me susurra al oído para olvidar el presente mientras desnuda mi mente de recuerdos pasados y sueños futuros aún por cumplir. Me pierdo en ese murmullo que moja mis pies mientras me envuelve con su aire salobre y marino que tantas aventuras ha vivido; ese aroma que alimenta mi imaginación y me transporta hasta más allá de las fronteras físicas para mostrarme que tan solo soy un pequeño e insignificante latido más en el gran corazón del Universo.

Me dejo llevar y me sumerjo para sentir en mi piel el contacto del cálido azul de sus aguas y disfrutar del silencio que se esconde bajo ellas; recibo ese abrazo húmedo que me envuelve y me libra del peso diario de la rutina mientras contemplo un lienzo vivo que se pinta a sí mismo cada día. 

A veces pienso que ese mar al que tanto quiero es como mi mente: un mundo profundo, angosto y complicado; un lugar mágico en el que almaceno mis vivencias y dejo que las pesadillas se hundan hasta el negro y lejano abismo, como bloques de piedra pesada, para formar un poso que con el tiempo se perderá en las tinieblas del olvido. Sin embargo, los buenos momentos, esos que quiero recordar, flotan en la superficie como el aceite sobre el agua y me recuerdan porqué he de seguir luchando, caminando y respirando cada día.

Pero mi mente, al igual que cualquier océano del mundo, sufre a veces repentinas tormentas que remueven las aguas haciendo que el tortuoso poso salga a flote, junto con un pasado lúgubre, que desea que vague sin rumbo fijo por un territorio tenebroso, solitario y frío donde si entro, tardaré, con mucho esfuerzo, una eternidad en escapar. Pero el tiempo pasa y el mundo sigue girando, las olas siguen muriendo en la arena y las tormentas cesan para que las aguas vuelvan a la calma, haciendo que el lóbrego sedimento se hunda de nuevo hasta los rincones más recónditos del abismo de ese océano mental tan complejo y desconocido. 

A veces me pregunto qué pasaría si los problemas salieran a flote y se quedaran en la superficie, a la vista, sin más remedio que tener el deber que enfrentarme a ellos a diario. Tal vez lograría superar mis miedos sin morir en el intento, aprender de mis errores o, como mínimo, adaptarme para sobrevivir y convivir con las dificultades sin necesidad de hundirlas en el fondo de mi memoria; posiblemente así sería más sabio, más fuerte, más humano o incluso mejor persona. O no; quizás acabaría perdido, roto, desconsolado, delirante y perecería sumido en el más oscuro de las simas de por vida. 

No lo sé. Solo estoy seguro de que la mente, al igual que ese mar al que tanto admiro, es un mundo desconocido para mí. Por el momento disfrutaré de cada paso que camine sobre la húmeda arena de la playa, de las sensaciones vividas y de los sentimientos regalados para sentirme vivo, para saber que yo también formo parte de este gran Universo.