Una estadística fiable

Siendo el nuestro un equipo ascensor, los aficionados transitábamos entre excitantes temporadas en segunda como candidatos al ascenso, e insufribles años en primera cada vez que lo conseguíamos. Una nos parecía pequeña, pero la otra nos quedaba tan grande que parecía prestada. Y así era, jamás habíamos permanecido en el paraíso de primera más de una temporada seguida pero, ante cada nueva oportunidad de subir, no podíamos dejar solo a nuestro glorioso.

La primera vez que ocurrió apenas éramos unos chavales. Ya ocupábamos los asientos que aún eran nuestros cuando, justo antes del saque inicial del partido decisivo, un hombre saltó de la grada y corrió hasta el centro del campo, dándole un tremendo puntapié al balón. Los guardias de seguridad, que sólo pudieron alcanzarlo cuando se detuvo, se lo llevaron detenido ante las caras de incredulidad de nuestros jugadores y las risas de todo el campo. Nadie se acordó de esa historia cuando noventa minutos después volvíamos a ser de primera. 

Cuatro años después y a punto de comenzar de nuevo un partido que podía darnos el ascenso, volvió a saltar al campo un hombre que corría como el viento. Los guardias le habían visto acceder al césped e iban tras él desde la primera zancada, pero el espontáneo les sacaba metros y pateó el balón que esperaba en el punto central. El hombre, flaco como una caña, se permitió levantar los brazos ante los gritos de la grada, antes de que los guardias le placaran. Y vimos que se trataba del mismo tipo que ya lo había hecho años atrás. Dos horas después, celebrando el ascenso, un periodista reparó en la coincidencia y la convirtió en una estadística que se vio refrendada tres años más tarde, cuando un atlético policía alcanzó al hombre junco antes de llegar al balón y no conseguimos subir a primera. 

Desde entonces, siempre se había cumplido. Cinco puntapiés, cinco ascensos. Cuatro veces no llegó a chutar el balón que esperaba en el centro del campo y en ninguna de esas veces subimos. La primera fue la del policía velocista y, la segunda, la provocó un inoportuno resbalón antes de llegar al círculo central. A cada carrera veíamos a nuestro hombre con más canas y un correr más encorvado, pero sin perder una pizca de velocidad. Las últimas dos veces no se había presentado, llegando casi a culparle de que no subiéramos. 

Aquel domingo de junio el estadio se vestía de gala para intentar que el club estuviera en primera el año del centenario. El equipo estaba en buena forma y asumía su papel de favorito al ascenso, pero de reojo todos intentábamos reconocer a nuestro hombre en las primeras filas, preparado para esprintar. Pancartas pedían su vuelta y los guardias tenían órdenes de que, si saltaba, le dejaran unos metros de ventaja. La televisión nacional había dedicado un especial a nuestra curiosa estadística, tratando de averiguar cosas sobre el corredor y localizando presuntos familiares que rechazaban hablar sobre el tema. Era un misterio, nadie sabía quién era ni por qué no se había presentado los dos últimos años. Un montaje que recopilaba sus carreras se había hecho viral y, a pocos minutos de empezar el partido, se reproducía en el videomarcador. 

Y allí sentado, viendo el vídeo en esa pantalla gigante, fui consciente del paso del tiempo en el rostro del corredor. Los veinte años que habían pasado desde su primera carrera cayeron sobre mí de golpe, aplastándome con todo su peso. La muerte de mi padre, las alegrías y decepciones profesionales, el nacimiento de Eric, el divorcio. Todo estaba contenido entre las carreras de aquel hombre, en aquellos momentos en los que dejamos el lastre en el suelo y volvemos a juntarnos con los amigos para ver un partido de fútbol, para sufrir, sentir, que se cumplan viejas predicciones o aparezcan nuevas. Para que la vida nos dé una tregua de noventa minutos y volvamos a ser aquellos chavales que veinte años atrás ocupaban esos mismos asientos pidiendo un último esfuerzo, un gol más. 

Al principio sólo distinguí una mancha blanca pero, cuando pude centrar la vista, la pose encorvada no me dejó lugar a dudas. Iba descalzo y en las ropas blancas resaltaba el color marrón de las correas que mantenían sus brazos inmovilizados. La camisa de fuerza le impedía bracear, pero intentaba correr lo más rápido que podía. Los dos primeros perseguidores, fornidos y de una altura considerable, también iban de blanco. Tras ellos, los tonos marrones de los guardias de seguridad y los azules de los policías formaban una curiosa composición de color que contrastaba con el brillante verde del césped. 

Con los brazos atados, el campo se le hizo largo y, aunque sus únicos perseguidores reales eran los enfermeros del hospital psiquiátrico, éstos no iban a tardar en darle alcance. Al cruzar la línea del círculo central, la última frontera, todos podíamos sentir el aliento de los perseguidores que lanzaban manotazos hacia delante para alcanzar alguna de las correas de cuero de la camisa del corredor. 

Esperamos la salida de los jugadores para celebrar que se había cumplido la estadística y de nuevo estábamos en primera. Tomé nota mental de que algún día, cuando pudiera entenderlo, debería explicar a mi hijo que hay cosas que nos motivan y empujan a dar lo mejor de nosotros mismos y se convierten en anclas que nos mantienen firmes en las peores tormentas. Cosas que viven dentro de nosotros y despiertan cuando necesitamos un empujón, un último esfuerzo.  Como nuestro hombre: una estadística fiable, aunque no exista explicación.