Una vuelta de tuerca

Del libro de Blanca Miosi; El piso de la calle Ryden y otros cuentos de misterio

No sabía cuánto más habría de esperar antes de decidirse a abandonar el muelle. Con el olor a pescado frito que impregnaba su ropa proveniente de las innumerables fondas, caminó con la cabeza gacha a lo largo del malecón de piedras desgastadas, observando los surcos marcados por el paso continuo por aquellas veredas, donde cada cierto tramo la gente se arremolinaba ante cualquier antro.  La música a todo volumen dispersaba canciones viejas, tangos que hablaban de despechos, boleros que pregonaban traiciones y desamores, que algunas parejas aprovechaban para en un apretado abrazo, fundirse y bailar en la penumbra de las esquinas de cualquier local mal iluminado.  

No sabría decir qué lo atrajo de Carmelita. No era una muchacha hermosa, tampoco tenía la coquetería con la que otras reemplazaban su falta de encantos; era más bien callada, apocada, sería la palabra correcta. Atendía las mesas sin corresponder a los bienintencionados que trataban de levantarle el ánimo con algún que otro piropo subido de tono. Ella no se comportaba como las demás. Sus blusas abotonadas hasta el cuello aún en los calurosos veranos, cuando las mujeres dejaban medio pecho al descubierto, hacían la diferencia. Sus faldas largas, sin dejar atisbo alguno a la forma de sus piernas; el cabello recogido tras la nuca, y su callada actitud, era lo que la hacía resaltar como un faro en la oscuridad. La misma oscuridad que reinaba en su vida hasta el día en que la conoció.

Después de un mes de andar tras ella, de insistir, de rogar, de suplicar; después de un mes en el que se sintió el ser más desgraciado, cuando ya había perdido esperanzas y no le quedó más argumento que decir que la amaba, fue cuando ella se detuvo y quedó mirándolo.

—¿Me amas? —dijo.

—¡Sí! ¡Te amo, y no puedo vivir sin ti!

Ella bajó los ojos, y con aquel hacer suyo que parecía un no hacer, siguió caminando, esta vez despacio, invitándolo a seguirla. Todas las noches, a partir de entonces, la acompañaba a su casa, a la espera de que algún día lo dejase entrar. No sucedió. Fueron meses con el mismo ritual, noche tras noche, llegaba a la puerta y recibía un pequeño beso en la mejilla, casi fraterno, casi infantil. Fue una noche de esas cuando Carmelita se detuvo en la puerta y lo miró. Y tal como era ella, dijo:

—Quiero que me ames —y lo invitó a pasar— voy a quitarme el olor a fritura. —Se dio vuelta y entró al baño.

La imaginó desnuda con el agua corriendo por su cuerpo que nunca había visto, pero que imaginaba en sus noches de delirio. No importaba si tenía cicatrices y por ello su blusa era cerrada, ni tampoco si sus piernas eran tan feas que había que cubrirlas con largas faldas.  Carmelita había logrado desatar su pasión, una ansiedad que ninguna otra había despertado. Al dejar de oír el agua en la ducha, su corazón dio un salto. Se sintió como la primera vez que una puta le enseñó a «ser hombre», según ella misma dijo.

Carmelita se acercó envuelta en la toalla, tenía el cabello suelto, húmedo, toda ella estaba húmeda, gotas de agua corrían indolentes por sus brazos, él hundió la nariz en su cuello, aspiró su olor a agua y jabón y mientras soltaba la toalla que la cobijaba pudo finalmente contemplarla entera. La luz amarillenta de una bombilla en el techo iluminó la desnudez que mostraba sin tapujos. Tal como era ella, callada, directa, sencilla. Conoció la curva de sus pechos que resultaron llenos, suaves, y sus piernas tersas al tacto y hermosas a la vista. Su mirada se clavó en la suya y pudo leer en ella muchas promesas que Carmelita se encargó de cumplir.  Y la hizo suya, o ella lo hizo suyo.  A quién importaba.  Conoció cada milímetro de su cuerpo, y supo que en sus noches insomnes tenía razón al imaginar todo lo que podría hacer con él.  Amó su sexo, amó su sueño, amó sus gemidos y su respirar acompasado, la amó durante todas las noches siguientes como no había amado jamás.  Una de esas, fue a la fonda a recogerla y no la encontró. La dueña, una vieja desdentada que siempre sonreía, le entregó un sobre. Abrió el mensaje: “Espérame”.  Era todo.  Tal como era ella.  Pocas palabras. O ninguna. Como siempre. Esperó. Todas las noches regresaba a la fonda y la vieja desdentada sonreía.  Carmelita no aparecía y él caminaba hasta el final del muelle y escuchaba el retumbar de las olas cuyas gotas se mezclaban con sus lágrimas. No entendía a Carmelita. Nunca la había conocido. No sabía qué pensaba ni qué quería de la vida, pero extrañaba su cuerpo, su compañía, sus silencios. Comprendió que las noches caminando a su lado sin palabras antes de que hicieran el amor, habían sido las más felices; la espera, la ansiedad de saber que quizás… sus noches de insomnio, sus deseos reprimidos…

Hasta que decidió que ya no más. No seguiría esperando. Pasó por la fonda y vio a la vieja sin dientes; esta vez no se detuvo. No quería ver más su sonrisa. Una joven delgada con la blusa cerrada hasta el cuello, vestida con una larga falda atendía las mesas. La vieja había conseguido reemplazo. Se acercó curioso y pidió pescado frito. La joven lo miró sin decir nada, y él cada noche insistió en acompañarla, a pesar de que nunca conversaban. Ella asentía y tal como era ella, sin palabras, caminó a su lado.