Y nada más

1er Premio en el IV Certamen internacional “Ana María Navales” 

En aquel lugar lo conocían como Il costruttore. Otros, los menos románticos, le llamaban directamente El tarado de la 147.

Debajo de su colchón, donde otros presos debían esconder pinchos, abrecartas o destornilladores para agujerear estómagos ajenos, Pietro Garnasso guardaba tres barajas de cartas. De las llamadas francesas. De las de picas y corazones. Tréboles y diamantes. Sin embargo, no las usaba para jugar a ningún juego.

Las usaba para construir.

Tomaba dos cartas y las inclinaba hasta que se apoyaran una contra la otra, formando  así una pequeña pirámide. Al lado de esta armaba otra estructura igual de simple, delicada, sutil. Sobre las puntas de las dos colocaba una sola carta que formaba un techo, un puente entre vértice y vértice. Operación que realizaba sumido en la más profunda de las meditaciones hasta que el suelo de la celda sostenía una casa entera llena de naipes. Pero una sola planta no era suficiente para Il costruttore. Sobre el techo del primer piso levantaba un segundo, solo que no tan ancho, encima del segundo un tercero; encima del tercero un cuarto. Y seguía. Aunque a partir del quinto nivel tuviese que ponerse de pie para seguir (normalmente comenzaba a construir de rodillas). En ese momento, en esa fase de la edificación, si uno se inclinaba y miraba hacia dentro, veía algo parecido a una colmena de triángulos a media altura. Cuando la arquitectura llegaba a los siete pisos ya no hacía falta agacharse demasiado para sumergirse en su interior. Y al hacerlo, lo que se veía ya no eran hileras de formas triangulares, sino un recinto frágil y desconcertante de formas diamantinas absolutamente encantadoras y absorbentes.

Si uno miraba durante mucho tiempo, se mareaba.

Los guardias de la prisión paseaban de vez en cuando por delante de la celda 147 para ver en directo al costruttore, sentado detrás del muro de cartón, en posición de loto, con la mirada perdida y un hilillo acuoso y translúcido brillándole en la comisura de los labios.

—Joder, Paco, ¿no es hoy un poco más alta? —dijo Velázquez, un policía gordo e hirsuto que se rascaba la entrepierna cada vez que hablaba. Daba igual de lo que fuese. Política, fútbol o los toros. La acción mental de abrir la boca llevaba intrínseca el gesto del restregón en la zona escrotal. Entre los compañeros se habían preguntado en innumerables ocasiones si este hombre era consciente de su tic rijoso—. Uno, dos, tres… ¡nueve pisos!

—Que va. Una vez vi una estructura de doce plantas. Alcanzaba casi tres cuartos de la distancia entre el suelo y el techo. Parecía que pudiese desarmarse de solo mirarla. Domínguez sopló desde aquí, desde fuera de los barrotes, y se la derrumbó entera. Hay que ser capullo.

Velázquez sonrió. Los dos hablaban de forma tenue, como si no quisieran cortar el extraño trance en el que se encontraba Il costruttore al final de la celda. No todos los funcionarios de prisiones son como Domínguez. Como el cabrón de Domínguez.

—¿Qué hizo el viejo? ¿Porqué está aquí? Es decir, supongo que debe ser un tipo peligroso. Tuvo que volverse loco al ver que uno de nosotros le tira por los suelos tanto tiempo de trabajo —comentó Velázquez mientras se rascaba la entrepierna.

—No se sabe a ciencia cierta cuáles son sus cargos. Lleva a aquí más años que Higinio, El dinosaurio. Así que ponte a hacer cuentas. No sé… es un tío muy raro. No me fío ni un pelo —comentó Paco sin reparo, a pesar de que tuviese al susodicho a apenas unos metros de distancia—. Fíjate en que este hombre ni se inmutó cuando Domínguez le tiró el castillo. Y eso que el capullo que viste nuestro mismo uniforme se reía como un desalmado cuando los naipes volaron como plumas. Reía de tal manera como si el que tuviese los sesos fritos fuese él —hizo una pausa mientras los dos observaban por unos segundos la montaña de cartas—. Hay algo que no debe funcionar bien en la cabeza de este tipo. Lleva años sin soltar una palabra, sin quejarse siquiera de los golpes que de vez en cuando repartimos con las tonfas. Le cayó la perpetua y parece que, el muy tarado, va a conseguir terminarla con voto de silencio.

Otra pausa de varios segundos. Los guardias casi podían sentirse hipnotizados por la rejilla de naipes.

Il costruttore se limitó a recoger las ruinas de su edificio sin siquiera dedicarnos una mirada de rechazo. De hecho creo que ni siquiera levantó la cabeza. Se limpió un poco las babas con la manga del mono de presidiario y, como si no hubiese nadie al otro lado de las rejas, cogió otras dos cartas y comenzó a construir.

—¿Y nada más?

—Y nada más.

Las pausas en la conversación eran más pesadas cada vez. No lo comentaban entre ellos, pero interiormente podían sentir como sus sentidos eran atraídos por la pirámide de papel.

—Debe de ser duro saber que nunca vas a salir de una misma habitación. Por muy hijo de puta que se haya sido en un pasado —dijo Velázquez mientras se rascaba la entrepierna inconscientemente y mantenía la mirada perdida en el amasijo de cartas.

—Supongo… En fin, volvamos a las cámaras. Estoy empezando a marearme con tanto cartón entrelazado. No sé como el viejo puede estar todo el tiempo con la mirada fija en ese maldito laberinto sin echar la pota.

Los funcionarios se alejaron en dirección a la sala de cámaras mientras sus pasos resonaban en las paredes del pasillo 032. Il costruttore podía sentir la vibración de las suelas de los zapatos al golpear con la fría piedra en todos y cada uno de sus naipes.

Porque eran suyos.

Cada carta, cada esquina redondeada del cartón funcionaba como una terminación nerviosa de su propio sistema biológico. El castillo y el preso eran uno solo. Un encaje perfecto. Un alma humana, llena de pelos y uñas, en perfecta armonía entre sotas y doses, reyes, dieces y comodines que se elevaban a despecho en un mundo que giraba a través de un universo de fuerzas y movimientos incoherentes; una torre que trasladaba al preso a otra dimensión, a otra nebulosa oculta para la mirada profana y trivial de esos funcionarios de prisiones.

Porque en cada triángulo perfecto, en cada célula de la colmena de cartón, Il costruttore podía experimentar, observar, viajar a través de una ventana abierta al Universo. En cada casilla un lugar distinto, una imagen en movimiento, como cientos de diminutas pantallas que retransmitieran directamente la cadena televisiva del mismísimo creador del Todo.

Una hoja cayendo de un árbol, la explosión cegadora de una supernova, un hombre afeitándose, una piedra plomiza y polvorienta rodeada de una extensión infinita de granos de arena, un mechero y un cigarro, una gaviota, una vela que se consume, el nudo de una corbata, una copa, la Tierra vista desde miles de kilómetros en el espacio, luz, un calcetín arrugado sobre una silla de madera, una hormiga ahogándose en una gota de lluvia, la punta de un lápiz, un neutrón que vaga, un señor espiando por una ventana mientras se lleva la mano a la bragueta, una pistola, el pensamiento de un cangrejo, un enfermero, un grifo, una mosca que se posa en el mástil de una bandera, una mujer quitándose el maquillaje, un corazón bombeando, el reflejo de un pato en el agua, un asteroide que flota y gira suavemente, el ojo de un huracán, una lata de refresco, una caracola, una escalera con dos peldaños rotos, una confesión, la aurora boreal, el tapón de una bañera, la respiración de un monje budista, la brisa nocturna de una playa, otra hoja que cae del mismo árbol, un libro ardiendo, un niño riendo, el último suspiro, luces fosforescentes, una camilla, lágrimas, una bombilla que estalla en mil pedazos y otra que se enciende.

Las imágenes se sucedían entre las paredes en perfecto equilibrio de cada celda triangular. Como si el Aleph de Borges se pudiese capturar entre picas, rombos, tréboles y corazones. Como si el cosmos, como si toda la realidad pudiese concentrarse allí, en cada celda isoscélica, mostrando una parte del todo. El todo de una parte.

La grandiosidad de la realidad absoluta, su inmensidad, su masa y gravedad atrapadas en algo tan frágil y volátil como un castillo de naipes. Nebulosas, galaxias y sistemas estelares sostenidos por el vibrante equilibrio del papel contra el papel.

Il costruttore observaba, buceando con la mirada en los miles de millones de imágenes que centelleaban en cada una de esas ventanas cósmicas.

Unos metros terrestres más allá, Paco dio un portazo al cerrar la sala de cámaras donde estaban los guardias reunidos. La onda mecánica se expandió por el aire, por cada átomo de fría materia que separaban la celda 147 con la sala de seguridad.

El castillo de naipes se derrumbó.

Il costruttore parpadeó, cogió dos cartas de entre los escombros y comenzó a construir.

Los guardias permanecieron encerrados, con la mirada extraviada entre las decenas de pantallas con imágenes grisáceas de las cámaras de seguridad de aquella prisión.